Gobernanza y Acción Pública: Transformaciones y Desafíos en la Gestión Contemporánea

Universidad Complutense de Madrid

Elementos para la Definición de la Gobernanza

En la literatura reciente sobre la evolución de la acción de gobierno, entre las cuales las redes de acción pública constituyen la manifestación más visible, suele resumirse en torno al concepto de gobernanza. El término es relativamente antiguo y, en inglés (governance), se ha venido utilizando como sinónimo de gobierno, término que en la literatura anglosajona se utiliza con preferencia al concepto de Estado para designar a la maquinaria de la acción pública. Después de haber sido empleado por los economistas para señalar las distintas formas de intervención de las empresas en su espacio socioeconómico, varios autores empiezan a recurrir a este concepto para interpretar los cambios más actuales que, de forma más o menos confusa, se aprecian en las formas de acción pública (Mayntz, 1993, y Jessop, 1995).

Desde los años 90, el término gobernanza resurge con fuerza en el ámbito académico y en el mundo de la práctica política. El Banco Mundial fue la primera organización pública en hacer un uso extensivo del término y, desde 1998, ha desarrollado un índice de «indicadores de la gobernanza mundial» ampliamente citado; la OCDE utiliza este concepto para hacer referencia a las interacciones formales e informales que sustentan la adopción de decisiones colectivas (OCDE, 2005), y la Comisión Europea publicó en 2001 el «Libro blanco de la Gobernanza» para aludir a las relaciones de las instituciones europeas con la sociedad civil a través de grupos de defensa de intereses particulares.

Por su parte, la literatura académica empezó rápidamente a hacer uso del término, aunque de forma desordenada y dándole significados diversos. Kooiman (1999) llega a referirse a las diez formas distintas en que ha aparecido el término gobernanza en la literatura hasta ese momento. Así, entre muchos otros conceptos derivados, podemos encontrar «gobernanza pública» (Kickert, 1997), «nueva gobernanza» (Rhodes, 1997; Pierre y Peters, 2000), «gobernanza múltiple» (Hill y Hupe, 2009), cogobernanza (Toonen, 1990), cogobernanza institucional» (Greca, 2000), «gobernanza reticular» (Klijn, 2008) o «gobernanza operativa» (Hill y Hupe, 2009). Pero más allá de la variedad de significantes y de contextos de aplicación, el núcleo semántico común a todos ellos reside en que la dirección de la sociedad y la producción de políticas requieren cada vez más de la participación activa de actores sociales junto al gobierno mismo. Así, el concepto de gobernanza parece superar tensiones y contradicciones previas como la confrontación público-privado o Estado-mercado.

Patrick Le Galès resume estas preocupaciones al insistir en la complejidad de las nuevas formas de interacción entre actores de las políticas públicas. Para él, «se encuentran en la gobernanza las ideas de dirección de gobierno sin otorgar primacía al Estado. Plantear la cuestión de la gobernanza sugiere la comprensión de la articulación de los diferentes modos de regulación de un territorio, a la vez en términos de integración política y social y en términos de capacidad de acción. Plantear esta cuestión supone replantear las interrelaciones entre el Estado, la Sociedad civil, el Mercado y las recomposiciones entre las variadas esferas de fronteras difusas» (Le Galès, 1998: 32).

Desde una perspectiva más global, a través de los trabajos de Mayntz se constata que el ejercicio de las funciones de gobierno es cada vez más difícil, toda vez que la tarea consiste en agregar demandas sociales contradictorias en el contexto de una sociedad plural. La traducción de esta dificultad toma la forma de un dilema entre la representatividad de los dirigentes y la eficacia de las políticas.

La gobernanza, que Le Galès define como «un proceso de coordinación de actores, de grupos sociales, de instituciones para lograr metas definidas colectivamente en entornos fragmentados y caracterizados por la incertidumbre» (Le Galès, 1998: 42), hace referencia a un triple problema que atañe a la acción pública:

  1. La densidad técnica y la complejidad de la acción pública aumentan, esto es, la elección pública ha de tener en cuenta datos relativos a universos científicos, técnicos, económicos, sociales o políticos cada vez más heterogéneos, lo que comporta necesariamente que la integración de los actores políticos de estos universos sea problemática.
  2. El entorno socio-organizativo de la acción pública es cada vez más fluido e incierto, es decir, cada decisión vincula a actores de estatuto diverso cuya integración niega la dicotomía público-privado. Además, en un contexto donde se combinan elementos de descentralización y factores de concentración de decisiones, toda política pública adopta la forma de «gobernanza a múltiples niveles» o gobernanza multinivel (Hooghe, 1996), lo que debilita la capacidad de reacción de cualquier actor considerado aisladamente.
  3. La articulación entre los procesos de la «política electoral» (formas de selección de las élites políticas, formas del debate público, condiciones de la competición por los puestos de poder y la representación de los ciudadanos) y la «política de los problemas» (formulación de problemas públicos, representación de grupos de presión, procesos de ejecución de la acción pública) es cada vez más problemática (Leca, 1996). En particular, se pone de manifiesto la laxitud de la relación entre las exigencias de la competición electoral y las necesidades de la ejecución de las políticas públicas.

En estas condiciones, la gobernanza aparece como una forma de gobierno (en su sentido más amplio) en la que la coherencia de la acción pública (la definición de problemas, la toma de decisiones y su ejecución) no pasa por la acción aislada de una élite político-administrativa relativamente homogénea y centralizada, sino por la adopción de formas de coordinación a distintos niveles y multiactorial, cuyo resultado, siempre incierto, depende de la capacidad de los actores públicos y privados para definir un espacio común, de su capacidad para movilizar expertos de orígenes diversos y de implantar modos de responsabilización y de legitimación de las decisiones, a un tiempo en el universo de la política electoral y de la política de los problemas. Así, los espacios políticos supranacionales se revelan como escenarios privilegiados en los que se desarrollan estas nuevas formas de acción pública que pondrían de manifiesto la transformación de las formas de representación en las sociedades complejas y, en particular, la tendencia a la ruptura entre la esfera de las políticas públicas y la esfera de la representación política (en el sentido de la constitución de un vínculo social de pertenencia entre el individuo y la sociedad), lo que implica una mayor opacidad e incertidumbre en los sistemas de representación de intereses.

La noción de Estado como elemento director de la sociedad es central en las teorías de la gobernanza (Kooiman, 1999). Sin embargo, lo que se pone aquí en cuestión son dos problemas relacionados: por una parte, la medida en que esa capacidad de dirección de la esfera estatal continúa basándose en el control social o en el control de los recursos esenciales, y, por otra, el proceso de definición de los objetivos de la acción pública como fruto de la interacción de actores políticos, públicos y privados.

Es fuente de confusión habitual en la literatura politológica en relación con el tema de la gobernanza su consideración simultánea como fenómeno y como marco analítico. Mientras que la Ciencia política tradicional se centra en el estudio del poder político como elemento propio y exclusivo de las instituciones políticas, las teorías de la gobernanza son más cautas a la hora de considerar el poder político como base única de la acción de gobierno. Esta afirmación no es incompatible con el enfoque predominantemente estado céntrico de la acción pública en la medida en que, a pesar de quienes devalúan con ligereza su papel a la vista de los procesos de «supranacionalización», sigue siendo el actor político clave en la sociedad y la expresión más aceptada del interés colectivo. Lo verdaderamente significativo, por tanto, no es su presencia en el proceso político general, sino la transformación de su rol, que pasa a estar fundamentado en la coordinación y la falta de discernimiento entre las esferas pública y privada.

Esta perspectiva estado céntrica permite la consideración del Estado tanto como variable dependiente como independiente. En este último caso, el papel del gobierno es de hecho uno de los aspectos capitales de la gobernanza. La presencia del Estado en los procesos de gobernanza puede ir desde su contemplación como coordinadores hasta ser uno tan sólo de los actores políticos más relevantes del proceso de gobernanza. Una de las cuestiones centrales consiste en llegar a saber en qué medida la gobernanza altera el poder y las capacidades del Estado. La emergencia de nuevas formas de gestión pública basadas en la colaboración público-privada, la actuación de las organizaciones del tercer sector o las modificaciones inducidas por organizaciones supranacionales o transnacionales ponen en tela de juicio la configuración institucional del Estado y las formas de gestión de sus instituciones. Así, al tiempo que las fórmulas de colaboración público-privada permiten al Estado un contacto más estrecho con determinados sectores sociales, este tipo de formas de colaboración influye en él y le fuerzan a ser tan flexible como las organizaciones con las que está en contacto. La consecuencia más inmediata es que los modelos clásicos de mando y control tienen que ser sustituidos por formas de gestión descentralizada. En definitiva, el papel del Estado en los procesos futuros de gobernanza puede explicarse parcialmente a partir del análisis del impacto que los procesos de gobernanza del pasado han tenido en el Estado y en sus instituciones.

La Ciencia Política de nuestros días dispone de mejores medios para la identificación y la conceptualización del papel de los actores no estatales. Sin embargo, ello no quiere decir que éstos no fuesen determinantes antes de que los científicos sociales contasen con el bagaje conceptual necesario para aprehender estos fenómenos. La misma adopción del concepto de gobernanza permite una mejor comprensión del papel que desempeñan los actores no estatales en la producción de bienes públicos. El análisis de la gobernanza exige conocer las vías de contacto entre el proceso político, el conflicto social y la adopción de decisiones públicas. Es imprescindible saber cómo los gobiernos ejecutan las decisiones. En este campo, la literatura sobre implementación de políticas ha subrayado la necesidad de rastrear los efectos de los programas públicos y de su impacto efectivo en la sociedad, con la finalidad de averiguar el grado de cumplimiento de los objetivos inicialmente planteados. En las teorías de la gobernanza todos estos elementos son partes de un proceso integrado más que fases diferenciadas de las políticas públicas, toda vez que hace especial hincapié en las interacciones institucionales asociadas por lo general con la toma de decisiones públicas.

Por su parte, la sociedad desempeña papeles de importancia en el proceso de gobernanza. No se hace referencia tan sólo a la expresión de demandas y necesidades al gobierno, como constataba la Ciencia política tradicional, sino al hecho de que actores sociales suelen participar muy activamente en la ejecución de políticas públicas. Los gobiernos recurren a las organizaciones sociales por variadas razones: por parecer menos intervencionistas, por ahorrar recursos públicos o por aprovechar la experiencia de estos grupos. En cualquier caso, lo que aquí quiere subrayarse es que la gobernanza es un proceso que depende del adecuado desarrollo de la sociedad civil, y no solamente de la acción del gobierno.

Los modelos clásicos que explican las relaciones Estado-Sociedad (incluso el enfoque pluralista) sitúan al sector público en una posición dominante, que decide al cabo quién tendrá la última palabra o quién participará en el diseño y la ejecución de la política en cuestión. Los modelos de redes tienen la ventaja, como se verá, de considerar al Estado como un elemento más (aunque en ocasiones se trate de uno de los principales) en interacción, subordinado a la capacidad de los demás actores de la red para no acatar sus dictados. Estado y Sociedad están relacionados, y siempre lo han estado, en el proceso de gobernanza.

Las Transformaciones de los Procesos de la Acción Pública

Kooiman (1993) pone de manifiesto que las recientes modificaciones de los sistemas de interacción entre el sector público y el privado están relacionados con la naturaleza crecientemente compleja, dinámica y diversa del mundo en que vivimos (de los sistemas sociopolíticos). Las nuevas formas de acción pública precisan para su aprehensión de un enfoque multilateral que implique el conjunto gobierno-sociedad civil, y no unilateral, que considere al gobierno y a la sociedad aisladamente. Pero no se trata tan sólo de una interacción entre el gobierno y la sociedad civil, sino de la gobernabilidad como expresión de la gobernanza en términos de ajuste entre las necesidades y las capacidades de gobierno.

La teoría de la gobernanza se distingue de otras teorías en que no sitúa las demandas (necesidades) en la sociedad y las capacidades en los gobiernos. Por el contrario, necesidades y capacidades, en sus tensiones (dinámica de interacciones), pautas (complejidades e interdependencias) y actores (diversidad de significados e interpretaciones), pueden contemplarse al mismo tiempo como elementos sociales y políticos, públicos y privados, sociales y estatales en sus mutuas interdependencias.

Como resultado de la idea anterior, Metcalfe y Richards (1990) se refieren a la gestión pública como a un macroproceso que tiene que ver con el cambio y, concretamente, con el cambio estructural. El nuevo enfoque de la gestión pública consiste, en fin, en un proceso tendente a lograr la cooperación entre organizaciones en unas circunstancias en que el marco tradicional de las políticas públicas y la cooperación interorganizativa se ponen en cuestión. Es esta tarea la que no tiene parangón en el mundo privado, lo que pone al descubierto la limitación de la aplicación de las técnicas de gestión privada al ámbito público.

La gestión pública como macroproceso requiere de un proceso de gestión interorganizativo en el que los diversos intereses y organizaciones implicadas en una política concreta se impliquen en un proceso participativo de solución conjunta de problemas y de decisiones colectivas para rediseñar las reglas del juego y redefinir sus papeles y responsabilidades.

Este proceso de gestión interorganizativo remite inmediatamente a la noción de red, empleado como metáfora para ilustrar la existencia de diferentes actores (individuales o colectivos) conectados entre sí a través de variadas pautas de interacción. Rhodes (2008) distingue en este sentido entre la acepción de red como metáfora descriptiva de la acción de gobernar, como teoría analítica del proceso de toma de decisiones o como prescripción para la reforma de la gestión pública. En todo caso, el estudio de la numerosa literatura sobre redes, que cruza varias disciplinas científicas y enfoques metodológicos, revela como fundamento común la idea de la «dependencia mutua» entre actores. El argumento de fondo es que los problemas sociales no pueden ser resueltos por organizaciones aisladas, por lo que el principio de jerarquía pierde buena parte de su utilidad práctica y es sustituido por redes horizontales como «tercera vía» entre el Estado y el mercado.

El concepto de red adoptará diferentes formas de cooperación público-privadas para la solución de problemas colectivos. Así, el documento básico de reforma de la Administración británica impulsada por el primer gobierno de Blair insiste en la visión de un gobierno que debe buscar «soluciones en red» (networked solutions) a los principales problemas económicos y sociales mediante fórmulas de colaboración público-privada, debido a que «las diferencias entre servicios prestados por el sector público o privado están desapareciendo en muchas áreas, lo que deja espacio a nuevas ideas, formas de colaboración y oportunidades» (Prime Minister and Minister for the Cabinet Office, 1999: 32). Del mismo modo, otro informe del gobierno australiano da una serie de razones por las que los gobiernos necesitan colaborar, desde una perspectiva de «gobierno integral», formando asociaciones con grupos externos a la Administración (Management Advisory Comittee, 2004). Un último ejemplo para ilustrar el interés práctico de la gobernanza mediante la asociación público-privada lo proporciona un informe del gobierno alemán que especifica que «el trabajo en red y orientado a los procesos constituye el día a día de las autoridades públicas» (Federal Ministry of the Interior, 2006: 6).

Pese a la importancia del concepto de red para la comprensión de la toma de decisiones colectivas, su potencial explicativo es escaso si no va acompañado de la noción de interés y de su forma de articulación, que es lo que determina el funcionamiento de la red. El análisis de redes, sin tener en cuenta el juego de intereses de los actores y su fuerza relativa en la red, permite describir las relaciones entre actores, pero sin explicar realmente su funcionamiento y el papel que desempeñan los distintos actores en el proceso de toma de decisiones políticas.

Las Redes de Acción Pública como Materialización de la Gobernanza

La irrupción de este tipo de conceptualización tiene su razón de ser en que las nociones tradicionales son incapaces de aprehender las transformaciones más recientes que afectan a las relaciones entre el Estado y la Sociedad. Estas alteraciones son:

  • La intensificación de la sectorialización y de la diferenciación de políticas y de administraciones.
  • La intervención de un número mayor de actores políticos en las distintas fases del proceso de las políticas públicas.
  • La extensión del campo de las políticas públicas.
  • La descentralización y la fragmentación del Estado.
  • La difuminación de las fronteras entre el ámbito público y el privado.
  • La multiplicación de la intervención privada en áreas tradicionalmente públicas.
  • La transnacionalización de la política nacional.
  • La interdependencia y la complejidad creciente de las cuestiones políticas y sociales.

Como se ha dicho anteriormente, la noción de red constituye una respuesta, siquiera parcial, a estas cuestiones al proponer un esquema de interpretación de las relaciones Estado-Sociedad que subraya el carácter horizontal y no jerárquico de estas relaciones, el carácter relativamente informal de los intercambios entre los actores de la red, la inexistencia de una organización cerrada que autorice los intercambios con la periferia y la combinación de recursos técnicos (vinculados a la experiencia de los actores) y recursos políticos (relacionados con la posición de los actores en el sistema político).

Rhodes y Marsh (1994) la definen como «un grupo o complejo de organizaciones relacionadas entre sí mediante dependencia de recursos y que se distinguen de otros grupos o complejos por la estructura de esta dependencia». Frente a la visión estatalista se sugiere una imagen que relativiza la frontera Estado-Sociedad, que hace hincapié en la diversidad de actores participantes en la construcción de la acción pública y en el carácter relativamente fluido de los grupos así constituidos. Análogamente, en relación con el enfoque pluralista, la noción de red introduce una cierta estabilidad de las relaciones y ofrece instrumentos analíticos para comprender cómo se construyen esos espacios de encuentro entre actores públicos y privados. En este sentido, el concepto de red presenta un interés heurístico desde el punto de vista de la reflexión general sobre el Estado y sobre la práctica pública. Desde una óptica institucional muestra que la acción pública no se despliega en un espacio totalmente fluido y las estructuras de configuración de actores no se superponen necesariamente a las organizaciones públicas o privadas. En una vertiente de investigación esto significa que una de las primeras tareas del analista de políticas públicas consiste en identificar los contornos de las redes que conforman el campo de estudio, localizar los actores (principalmente a aquellos que participan en varias redes) y analizar los principios de constitución de esas agrupaciones y las lógicas de fraccionamiento del sector considerado. Así, un actor (por ejemplo, un alto funcionario, un sindicalista o un representante de la patronal) puede participar en redes diversas operando en ocasiones como árbitro o intermediario (policy broker), traspasando las fronteras entre ámbitos o grupos, traduciendo las reivindicaciones de los actores en alternativas creíbles de políticas públicas y controlando al cabo su aplicación efectiva.

Börzel (1998) diferencia entre la escuela de mediación de intereses y la noción de red de acción pública (policy network) como forma específica de gobernanza. Según esta visión, la escuela de mediación de intereses concibe las redes de políticas como concepto genérico que se aplica a todo tipo de relaciones entre actores públicos y privados. Por el contrario, la teoría de la gobernanza designa una forma específica de interacción público-privada basada en la coordinación no jerárquica y diferenciada de la jerarquía y del mercado como formas particulares de provisión de servicios. Si se toma la primera de las perspectivas, basada en las relaciones de dependencia entre el gobierno y los grupos de presión, se ofrecen distintas tipologías que se diferencian entre sí sobre la base de los criterios utilizados (Jordan y Schubert, 1992) (Rhodes, 1997): nivel de institucionalización, alcance, número de participantes, funciones, normas de conducta, tipo de relaciones, estrategias de los actores…

El concepto de red de acción pública de la escuela de mediación de intereses se concibe a este respecto como herramienta analítica de las relaciones institucionalizadas de intercambio entre el Estado y las organizaciones de la sociedad civil, permitiendo un análisis más preciso de las diferencias entre sectores y subsectores, del papel desempeñado por actores públicos y privados y de las relaciones formales e informales que se establecen entre ellos. El presupuesto básico es que la existencia de redes de acción pública, que reflejan el status relativo de poder de intereses particulares en un ámbito dado, influye en los resultados de la política. Otros autores otorgan algún valor explicativo a los tipos de redes, presuponiendo que su estructura tiene una influencia capital en la lógica de interacción entre los componentes de la red, afectando al proceso de la política y a su resultado (Rhodes, 1997).

Es frecuente que se utilice el concepto como modelo o noción analítica para revelar las relaciones estructurales (interdependientes) y la dinámica en la elaboración de políticas. En este caso, las redes proporcionan una perspectiva desde la que analizar situaciones en las que una política determinada no puede explicarse mediante la consideración de una acción adoptada por el centro político para el logro de metas comunes. Más bien, el concepto de red se basa en la interacción de organizaciones interdependientes. Los actores que están interesados en la elaboración de una política determinada y disponen de recursos (materiales e inmateriales) necesarios para su formulación o su ejecución se relacionan entre sí para intercambiarlos. Estas relaciones, que varían en su grado de intensidad, normalización, estandarización y frecuencia de las interacciones, constituyen la estructura de la red, que permite el intercambio de recursos. Aquí las redes de políticas sólo son un modelo analítico, un marco de interpretación que permite el análisis de las interacciones entre actores (por qué y cómo actúan los actores individuales).

En ocasiones, se va más allá del uso de las redes como concepto analítico. Se parte del postulado de que no es suficiente con conocer el comportamiento de una unidad de análisis dada como producto de las relaciones interorganizativas. Se utiliza como apriorismo que las estructuras sociales tienen mayor poder explicativo que los atributos de los actores individuales, esto es, se toma como unidad de análisis no al actor individual, sino al conjunto de interacciones que constituyen las redes interorganizativas. Mientras que el concepto analítico de red describe el contexto y los factores conducentes a la elaboración de políticas, el concepto de red como relaciones interorganizativas se centra en las estructuras y en los procesos a través de los cuales se organiza la elaboración de la política pública, o, lo que es igual, a través del proceso que aquí se denomina gobernanza.

Las redes de acción pública se contemplan como una forma particular de gobierno de los sistemas políticos contemporáneos. El punto de partida es el aserto de que las sociedades modernas se caracterizan por su diferenciación, sectorialización y complejidad. El resultado es la interdependencia funcional entre actores públicos y privados. Los gobiernos son cada vez más dependientes de la cooperación y de los recursos de actores que escapan a su control jerárquico. Estos cambios han favorecido la emergencia de redes como formas particulares de gobernanza (diferenciadas de las jerarquías y de los mercados como modos organizativos) que permiten a los gobiernos la movilización de recursos políticos en contextos en que estos recursos se encuentran dispersos entre actores públicos y privados. La red incluye a todos los actores participantes en el diseño y la ejecución de una política en un sector determinado. Se caracteriza por la existencia de interacciones predominantemente informales entre actores públicos y privados que tienen intereses distintos, pero interpendientes.

Se vuelve así al reflejo de un tipo de relaciones Estado-Sociedad claramente diferenciado del tradicional. En vez de emanar de un autoridad central, la política actual se hace de hecho en un proceso que incorpora una pluralidad de actores, lo que manifiesta no una mera perspectiva analítica, sino un cambio profundo de la estructura de la política.

Esta es la perspectiva que se expresa en trabajos de la escuela Max Planck (Mayntz, Scharpf, Schneider). Parten de la diferenciación funcional de la Sociedad y del Estado en subsistemas relativamente autónomos y de la constatación de que la emergencia de estos subsistemas está relacionada con la emergencia de relaciones inteorganizativas. En política, las organizaciones privadas disponen de recursos importantes para las fases del diseño y ejecución de las políticas públicas. De este modo, las redes se presentan como una solución a los problemas de coordinación típicos de las sociedades modernas. En contextos de incertidumbre medioambiental y solapamiento creciente de subsistemas, la interacción, sectorial y funcional ofrece ventajas frente a la jerarquía.

Sin embargo, la vinculación de procesos de decisión intra e interorganizativa a través de varios niveles de gobierno conforma un sistema de negociación en el que los conflictos no son únicamente causados por la presencia de intereses antagónicos, sino también por la misma estructura del sistema. Así, no es extraña la aparición de disfunciones de coordinación horizontal cuando se trata de interacciones producidas a través de límites sectoriales, funcionales, organizativos e, incluso, nacionales. La coordinación se basa en la puesta en práctica de procesos de negociación fundamentados en la comunicación y la confianza mutuas mediante la perspectiva de una presentación de intereses o de un rendimiento óptimo expresado en la solución a un problema.

En definitiva, en un entorno dinámico, diferenciado y complejo, la coordinación jerárquica es difícil de lograr y el potencial de las medidas de desregulación es limitado y conducente a fallos del mercado. La gobernanza se articula a través de redes de acción pública que adquieren la forma de áreas semi-institucionales con su propia estructura de coordinación y de resolución de problemas.

Uno de los elementos centrales de la teoría de gobernanza es que el gobierno es dependiente de los actores privados. Frente a la idea tradicional de que el gobierno necesariamente actúa en soledad como reflejo de la autoridad democrática que detenta para formular y ejecutar autónomamente las políticas públicas, el enfoque de la gobernanza subraya el carácter complejo de una acción de gobierno que requiere de la intervención de actores sociales. Además, frente a la perspectiva gerencialista, la teoría de la gobernanza presupone la existencia de procesos dinámicos de consulta y participación. De ahí que desde este punto de vista no quepa restringir el ángulo de visión a los decisores políticos, sino que hay que ampliarlo para reconocer el papel de un amplio número de actores no públicos en los procesos de toma de decisiones. Todo ello no implica, sin embargo, que las estructuras y las relaciones políticas formales carezcan de importancia, sino que el papel que desempeña un amplio número de actores políticos no públicos es capital para conocer en todo su alcance los procesos de formulación y ejecución de políticas, aun cuando su importancia relativa sea en un principio desconocida.

La gobernanza presupone, en la conformación de la decisión colectiva, la existencia de un escenario de múltiples actores en el que los problemas sociales no pueden solucionarse sólo por las autoridades públicas, sino que requieren de la cooperación de otros actores (empresarios, tercer sector, movimientos sociales, etc.), y donde ciertas prácticas como la mediación, la autorregulación o la cooperación pueden ser más efectivas que la acción pública aisladamente considerada. Naturalmente, la decisión final requerirá de reglas formales (de normas y procedimientos de aprobación por las instancias previstas), pero se asume que la negociación entre actores puede alterar la importancia de estas reglas.

Ahora bien, en este juego de interacciones no todos los jugadores disponen de los mismos recursos y, por lo tanto, de la misma capacidad de influencia en el resultado final de la acción de gobierno.

Se ve ahora que la gobernanza no es sinónimo de gobierno. Las dos nociones se refieren a comportamientos que explican una voluntad, a actividades guiadas por un fin, a sistemas de reglas. Pero la idea de gobierno implica una autoridad oficial dotada de medios suficientes para garantizar la buena ejecución de la política adoptada. La gobernanza, por su parte, es un fenómeno más amplio, que incluye mecanismos intergubernamentales, se extiende a dispositivos informales, no gubernamentales, en cuyo marco actores concretos persiguen sus propios intereses al tiempo que contribuyen a la aplicación o conformación de la decisión colectiva. Ello implica, por un lado, la difuminación de la frontera entre lo público y lo privado: lo público requiere de la participación de lo privado y lo privado termina asumiendo funciones públicas. Lo público, desacralizado, deja de estar por encima de la sociedad, pasa a ser una de sus dimensiones y se ve conminado a cooperar con ella, en una posición de mayor o menor desventaja. Por otro lado, el interés general pasa a ser una construcción multiforme y abierta. Frente al interés general, dictado por el gobierno, desde la gobernanza aquél se modula por las partes implicadas en un compromiso constantemente negociado. La negociación en red se revela como un modo de coordinación entre múltiples actores, por lo que afecta a objetivos y medios, pero también a lógicas y sistemas de valores diferentes dando lugar a una «democratización» del interés general compleja y contradictoria. El interés general deja de ser uno, monopolizado por la autoridad pública (por el Estado) y se convierte en plural, modelado por los actores participantes, públicos y privados. La gobernanza confirma la existencia de un interés público más allá del que proclama un individuo, una élite o un grupo social determinados. El Estado sigue siendo la materialización solemne del interés general, pero otros actores se presentan como portavoces de intereses públicos y obtienen su legitimación desde el mismo momento en que son reconocidos como tales. Los intereses públicos se materializan en coaliciones cambiantes y evolutivas En la democracia moderna nada viene dado ni es permanente. El imperativo democrático exige que cada problema sea asumido por todos los afectados e interesados en él, mientras que, desde la perspectiva gerencial, el problema sólo puede ser eficazmente abordado mediante la participación de todos ellos.

La idea del poder residenciado en el Estado, la imagen del Estado omnipotente, deja paso a la de un poder difuso, inestable, que no pertenece a ninguna instancia precisa y que es el producto del proceso de negociación entre todos los actores. El gobierno se descubre incapaz de hacer frente por sí mismo a los grandes problemas sociales sin el concurso del resto de actores que integran la red. Ello no quiere decir que el gobierno no retenga importantes poderes, especialmente de dirección, coordinación y de integración de los elementos de la red, lo que exige una nueva forma de liderazgo público que proporcione coherencia a las políticas mediando entre actores de todo tipo y nivel y conservando la legitimidad y la autoridad necesarias para hacer que las decisiones sean efectivas.

Las Asociaciones Público-Privadas en el Contexto de la Gobernanza

Tradicionalmente se ha entendido la prestación de servicios públicos desde dos ópticas enfrentadas: la provisión pública directa en régimen de monopolio o la provisión privada mediante el recurso al mercado. Sin embargo, las asociaciones público-privadas (public-private partnership o PPP) representan unas estructuras de colaboración entre el sector público y privado para la ejecución de proyectos de infraestructuras y equipamientos públicos basadas en el reparto de riesgos y responsabilidades entre las partes. En ellas, a diferencia de las políticas de privatización, que implican la total transferencia al sector privado de las responsabilidades de gestión, la Administración conserva un papel importante en la gestión y la regulación. En Europa, las PPP se han aplicado principalmente en el sector de la gestión del agua, energía, telecomunicaciones, transporte, proyectos de regeneración urbana, la educación y la sanidad.

La puesta en marcha de este tipo específico de asociación implica la transferencia de riesgos desde el sector público al privado, principalmente el déficit de rentabilidad financiera o las incertidumbres asociadas a cada tipo de proyecto. Por su parte, la Administración, que se desprende de la mayoría de las funciones de gestión que desempeñaba al transferirlas al sector privado, conserva la importante función de control y supervisión de las actividades que realizan los operadores privados

El concepto de asociación público-privada como forma emergente de gobernanza está relacionado con la fragmentación y complejidad de la prestación de servicios públicos. La aparición de redes y asociaciones en España empezaron siendo un mecanismo de cofinanciación para terminar consolidándose como formas de gestión alternativas a la gestión pública tradicional. Como se ha visto, la prestación de servicios se vuelve más difusa y los problemas de gestión escapan a los límites organizacionales al tiempo que la gestión en red exige instrumentos precisos de coordinación interinstitucional. En sectores políticamente sensibles, la presión liberalizadora que busca la reducción del papel del Estado ha sido reemplazada por la introducción de fracturas en el proceso de producción y prestación del servicio para la creación de semimercados que dependen en buena medida de formas afinadas de colaboración y estructuras en red orientadas a la elección del usuario. El principio implícito en estas nuevas formas de organización es que el sector público es intrínsecamente menos eficiente y económico que el sector privado (Ouchi, 1980; Preker, et al., 2000; Williamson, 1975). El objetivo declarado es la mejora de la eficiencia de los servicios públicos a través del aumento de la participación del sector privado en su gestión. Para ello, la Administración se centrará en aquellas funciones que, desde una determinada posición ideológica, debe ser privativo de la Administración, desprendiéndose de algunas actividades que pueden desarrollarse por el sector privado, optimizando de este modo el uso de los recursos públicos.

La modernización del sector público se sustenta así en la colaboración con la sociedad civil en todas las fases de la política: desde el diseño de la política hasta la prestación y gestión del servicio, la construcción de las infraestructuras y la creación de alianzas estratégicas que atraviesan los sectores públicos, privados y parapúblicos. Así, este discurso justificador renueva la vieja distinción entre los responsables del diseño y la cobertura del servicio (esencialmente los políticos) y las organizaciones responsables de su prestación efectiva.

Las asociaciones público-privadas que vieron la luz en España a finales de la década de los 90 se caracterizaron por la dispersión y externalización de las funciones públicas en procesos de mercado y semimercados en manos de compañías privadas. La ruptura entre la política y su implantación, así como entre la financiación y la provisión expresan algunos de los rasgos centrales de la Nueva Gestión Pública (Olías de Lima, 2001). El sector público se constituye como objeto de reforma indiscutida y justificada por razones de mejora de calidad y de fomento de la competencia. Lo cierto es que esta fragmentación se asocia con claridad a un estilo de política basado en la conformación de redes de acción pública y a una forma de prestación que favorece la emergencia de asociaciones público-privadas.

Ahora bien, en general, el énfasis en la reforma de la gestión

presta escasa atención a la medida en que el gobierno satisface las necesidades de los ciudadanos y en cómo se prestan las políticas de forma efectiva a través de los límites institucionales y entre sectores. La idea de la asociación públicoprivada es un componente esencial de la teoría de la gobernanza. Su análisis trasciende la tradicional distinción entre Estado y Sociedad civil, en la medida en que ambos están vinculados por redes y vínculos recíprocos que los hace mutuamente dependientes desde la perspectiva del poder (Rhodes, 1997).

En 1992, la aplicación en el Reino Unido de la «iniciativa de financiación privada» (private finance initiative o PFI) supuso una transformación profunda en el modelo de relaciones públicoprivadas para la provisión de servicios públicos. Su objetivo era la financiación privada junto con la implicación directa en la gestión de servicios públicos. La PFI se extiende rápidamente a los grandes proyectos de infraestructuras, como los ferrocarriles y las carreteras,  y a servicios tradicionalmente de provisión pública como la educación, además de otros sectores de importancia secundaria. En todo caso, el transporte, la educación y la sanidad concentran la gran mayoría de los proyectos en los que se aplica la PFI. Ya no se trata de que el sector privado construya infraestructuras y equipamientos que posteriormente adquiere la Administración, sino que se implica en la financiación misma y en la provisión a largo plazo de los servicios. El sector público, por su parte, pasa a desempeñar las funciones de control y fomento del servicio y se compromete al pago al operador por el servicio prestado o por el uso de los equipamientos durante el tiempo acordado1. En todo caso, los pagos de la Administración se basan teóricamente, no sólo en el grado de uso, sino también en el grado de calidad del servicio, introduciendo así incentivos y mecanismos de penalización en función del rendimiento del servicio.

5.            EL CASO DE LA SANIDAD

El rediseño de las estructuras administrativas de acuerdo con los principios de la Nueva Gestión Pública tuvo lugar en buena parte de los países de la OCDE a partir de la década de los años 80. Sin embargo, en el caso español este es un proceso que alcanzó su máximo desarrollo a partir de la década siguiente. La participación del capital privado en la atención médica no era una novedad. De hecho, ni la Ley General Sanitaria ni ninguna otra norma estatal o autonómica predetermina cómo debe organizarse la asistencia sanitaria, y la Ley 15/1997, de «Habilitación de nuevas formas de gestión del sistema nacional de salud», recoge una pluralidad de formas de gestión, entre las que estaban aquellas que permitían la participación del sector privado. En el terreno práctico, la prestación de la asistencia sanitaria mediante la participación de operadores privados no eran ninguna novedad en España: desde los años 70 y 80 existen fórmulas de colaboración público-privada, entre cuyos ejemplos se encuentran el mutualismo administrativo y las entidades colaboradoras de la Seguridad Social. Además, no solamente todos los hospitales delegan en el sector privado actividades secundarias (cafetería, limpieza, mantenimiento, logística, seguridad, gestión de residuos, etc.), sino que todas las Comunidades Autónomas, con independencia del color político de su gobierno, han recurrido a formas de colaboración público-privada, como los consorcios, conciertos, convenios singulares o concesión de obra pública (contratos PFI). Así, todas las regiones españolas cubren las insuficiencias del sistema público mediante colaboraciones con el sector privado. Puede decirse, por tanto, que el proceso de reforma de los servicios sanitarios depende además de la voluntad política de los gobiernos regionales a partir del mismo momento en que comienzan a recibir esta competencia desde el Gobierno central. También en los países de nuestro entorno son numerosas las experiencias de colaboración público-privada en el sector sanitario debido al presupuesto ideológico de que la Administración debe ser garante y no necesariamente prestadora directa de servicios.

Estas reformas coinciden en el tiempo con la vigencia del paradigma neoliberal (del que son reflejos las recomendaciones de organizaciones internacionales como la OCDE y la Organización Mundial de la Salud) y la preocupación

1 Otros métodos de financiación alternativos al convencional, basado en la financiación y gestión pública, son los contratos de obra bajo la modalidad de abono total del precio («modelo alemán») y la concesión de obra pública con pagos a cargo de la Administración en régimen de peaje en la sombra («método británico).

por el aumento del gasto sanitario y la calidad de los servicios públicos sanitarios, especialmente por la existencia de largas listas de espera. Así, los principios esenciales que sostienen la política de reforma son: la libertad de elección para el paciente, la introducción de mecanismos de competencia entre instituciones proveedoras de servicios y la difusión incipiente de mecanismos de evaluación de resultados.

En la implantación de esta política de reforma confluyen varios factores: por una parte, como se ha dicho, la libre decisión de los gobiernos regionales; por otra, el favorable ambiente internacional para la introducción de reformas que consigan mejorar la eficiencia de las administraciones y la reducción del déficit público, y, por fin, por las posibilidades de visibilidad que proporciona la reforma ante el público general, consciente del grave problema de las listas de espera, que se pretenden reducir gracias a la incorporación del sector privado al sistema general sanitario y concediendo un papel protagonista al paciente en la elección del hospital de su preferencia.

Las limitaciones presupuestarias impuestas por el Tratado de la Unión Europea a los países miembros como condiciones para la creación de la moneda única no contemplan como endeudamiento público el contraído por las empresas públicas acogidas a la gestión privada (aunque su financiación sea pública, como ocurre con las fundaciones sanitarias en España) o por servicios contratados por el sistema público con empresas privadas. Como consecuencia de todo ello, el sector privado ha avanzado espectacularmente en España en este sector durante los últimos años. En un contexto de restricción del gasto público, los servicios sanitarios públicos terminan recurriendo al sector privado para nuevas inversiones o para la construcción de nuevos centros. Para facilitar estas operaciones, se ha recurrido en una primera etapa a la separación entre financiación y provisión de servicios, a la sustitución de la gestión pública de los centros sanitarios por la gestión privada basada en el modelo empresarial (incrementando la autonomía de cada centro e introduciendo incentivos de gestión) y al fomento de la presencia privada en la prestación de servicios financiados con presupuesto público a través de asociaciones público-privadas, externalización de servicios y recurriendo al capital privado para la construcción y gestión de nuevos hospitales.

En la medida en que la decisión depende de los gobiernos regionales, no puede hablarse en España de un modelo sanitario único. Existen grandes diferencias entre regiones entre servicios sanitarios y entre indicadores sanitarios esenciales (médicos, camas y gasto sanitario por habitante, retribuciones del personal, modelos de carrera…). Estas diferencias pueden explicarse en ocasiones por problemas comunes derivados de la escasa financiación o por su diferente capacidad de recaudación según la riqueza de cada región, pero la opción por un modelo de gestión u otro obedece principalmente a las opciones ideológicas de cada gobierno.

El modelo de concesión de obra pública, o modelo PFI, ha sido promovido en los países europeos para inversiones en infraestructuras sanitarias y no sanitarias y, a pesar de tener su origen en el Reino Unido para construir y renovar hospitales, en España constituye una experiencia reciente. Mediante esta fórmula, empresas privadas, principalmente compañías aseguradoras, entidades financieras y empresas constructoras, financian mediante recursos y deuda propios la construcción de hospitales para el sistema público de salud. Estos consorcios privados construyen las infraestructuras, instalan el equipamiento y conservan las instalaciones. Además, el contratista puede gestionar o subcontratar ciertos servicios no sanitarios del hospital: lavandería, catering, seguridad, logística, restaurantes, personal administrativo, etc. La Administración pública, por su parte, paga un canon anual a las empresas por la utilización de los hospitales durante un tiempo determinado.

La Organización Mundial de la Salud publicó un informe sobre la financiación privada de hospitales (McKee et al., 2006). En él, sus autores cuestionan la calidad, la adecuación de las instalaciones a nuevos servicios y el coste de estas instalaciones. En teoría, el modelo PFI debe traducirse en la transferencia del riesgo de financiación de la autoridad sanitaria al contratista, pero en la práctica, según estos autores, el costo de la financiación es mayor de lo que sería para el gobierno. Como consecuencia, en algunos casos los costes totales de construcción de estos hospitales son muy superiores a los de construcción pública. Por otra parte, a pesar de tratarse de un medio que pretende favorecer la competencia en la prestación de servicios sanitarios, parece que sólo un número reducido de empresas pueden permitirse acometer grandes proyectos y asumir los riesgos que comportan, lo que supone una gran barrera a la entrada en el mercado de posibles competidores.

Además, el tipo de relación entre principal y agente, el modelo contractual entre regulador y regulado, presidido por la amenaza de sanciones, tiende a la creación de un clima de baja confianza más que de colaboración comprometida con el proceso de modernización. Naturalmente, a estos riesgos hay que añadir las implicaciones del beneficio económico esperado por parte del operador y las posibles situaciones de quiebra económica que puede terminar asumiendo la Administración pública para mantener los servicios prestados.

Pero entonces, ¿qué lleva a los gobiernos a decidirse por esta forma de asociación? A corto plazo, los gobiernos pueden construir hospitales más rápidamente y sin que estas inversiones figuren como endeudamiento público, trasladando estos gastos hacia el futuro. Políticamente, pues, resulta rentable la construcción de hospitales en poco tiempo a pesar de que los pagos anuales a estas empresas terminen suponiendo un buen porcentaje del presupuesto sanitario durante muchos años. Además, los largos periodos de la concesión administrativa limitan la capacidad de los hospitales para adaptarse a los rápidos cambios del entorno sanitario y para hacer frente a los cambios en la tecnología médica y en las necesidades de la población, lo que condicionaría a su vez el redimensionamiento de los servicios, el equipamiento, número de camas y demás condiciones de la prestación sanitaria. McKee et al. (2006: 21) dice que «el intento de minimizar el riesgo al que están sometidas las partes ha llevado a la redacción de contratos muy detallados que prevén grandes sanciones por la introducción de cambios». Esta falta de flexibilidad no es exclusiva de las asociaciones público-privadas, pero la rigidez contractual hace más compleja la búsqueda de soluciones y puede dificultar la adaptación de las instituciones a entornos inestables o cambiantes.

Otros problemas adicionales de esta forma de colaboración público-privada en los servicios sanitarios tienen que ver con la falta de transparencia del conjunto del sistema y la calidad de los servicios. El sistema PFI puede ocultar información en la medida en que son empresas privadas las que gestionan la prestación del servicio. Las autoridades públicas pueden quedar cautivas de los operadores privados: deben proceder a reflotar económicamente a los hospitales en quiebra antes que dejar sin asistencia hospitalaria a una parte importante de la población, y, en el caso de que decidiesen interrumpir la concesión, deben indemnizar a los contratistas por los perjuicios ocasionados y por el beneficio dejado de obtener, lo que hace difícilmente asumible para el presupuesto público una decisión de este tipo por muy conveniente que pudiera ser para el conjunto del sistema.

La opción por el modelo PFI ha obligado a las autoridades políticas a justificar su decisión mostrando «beneficios inmediatos» como la reducción de las listas de espera. Se ha puesto el foco de atención en la mejora rápida de resultados mediante la aplicación de soluciones privadas a problemas colectivos. Para los gobiernos, la decisión de privatizar la gestión no es económica, sino de fondo. Se trata de evitar inercias difíciles de controlar cuando los servicios los gestiona la Administración y de alcanzar estándares de calidad propios del sector privado. El problema surge cuando la «Administración no ejerce sus funciones de control» al no verificar si los datos que remiten los operadores sobre objetivos de calidad son acordes con la actividad efectivamente desarrollada; o cuando «no justifica la elección del modelo de gestión elegido» en términos de economía, eficiencia y eficacia; o «no aplica sus facultades de penalización por la prestación deficiente del servicio»; o, en fin, cuando «los indicadores empleados no sirven para medir las insuficiencias de las actuaciones»2. Esto es, el modelo de colaboración público-privada presenta serias dudas cuando una de las partes (en este caso, la Administración) no cumple con sus obligaciones.

6.            LOS PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD DE LA GOBERNANZA

Frente a las ventajas potenciales que aportan estos mecanismos de articulación de intereses y de provisión de bienes públicos, se alza la sombra de la falta de legitimidad, que es producto de la ausencia de procesos de control democrático de las decisiones públicas. Esto conduce a un dilema: las redes de acción pública cumplen funciones necesarias para la superación de las insuficiencias

2 Éstas son algunas de las afirmaciones del informe de la Cámara de Cuentas de Madrid de 2010 sobre la gestión del Servicio Madrileño de Salud, referido al año 2007.

de los sistemas de tradicionales de prestación de servicios, pero no pueden considerarse instituciones formales por sus propias deficiencias. Este es el problema de la legitimidad en sistemas políticos basados en la responsabilidad democrática. Se trata de instituciones en ocasiones informales, esto es, no organizadas formalmente, recíprocas (no jerárquicas) en las que se entablan relaciones relativamente permanentes entre actores para lograr beneficios comunes.

Se asiste así a un número creciente de trabajos empíricos de investigación que desvelan, especialmente en el contexto de organizaciones supranacionales, la proliferación de redes de acción pública en las que los distintos actores implicados en el diseño y la implantación de las políticas públicas coordinan sus intereses a través de procesos de negociación no jerárquica, lo que no es incompatible con el hecho de que la coordinación jerárquica y la desregulación desempeñen un papel importante en la elaboración de políticas públicas.

A diferencia de otras teorías que parten de una óptica estado céntrica basada en la única autoridad nacional responsable de la coordinación jerárquica de las políticas públicas, la noción de red de políticas permite desvelar la emergencia de estructuras políticas que permiten el gobierno de los asuntos públicos sin la participación exclusiva del gobierno-institución (governing without government) (Rhodes, 1997).

El énfasis en la gobernanza frente al gobierno sugiere la existencia de un riesgo potencial de déficit democrático, al tratar de reemplazar los mecanismos de la democracia representativa por instrumentos participativos y de inclusión de grupos de representación de intereses en el corazón mismo de la toma de decisiones colectivas y en su ejecución.

La existencia de redes más o menos estables que relacionan a los actores públicos con actores privados no es ni mucho menos novedosa, pero sólo recientemente se percibe como una forma de colaboración que puede tener implicaciones profundas, tanto desde una perspectiva estrictamente gerencialista como desde la óptica de su legitimidad democrática. Por una parte, el gobierno trata de superar las insuficiencias del Estado mediante la cooperación con el sector privado, y éste adquiere legitimidad y gana acceso directo al centro de la toma de decisiones y puede aportar información y otros recursos capaces de moldear el diseño de las políticas públicas. Ahora bien, resulta difícil conciliar estas formas de colaboración con la igualdad de oportunidades de todos los actores sociales en la medida en que los recursos disponibles (y, por lo tanto, su capacidad de influencia) no son equiparables. Que se reconozca la existencia de arenas de negociación no implica que las arenas sean abiertas, por lo que pueden quedar fuera actores (y recursos) relevantes o incómodos.

El análisis de políticas públicas desde la perspectiva de la gobernanza supone reconocer la ruptura entre las reglas formales de toma de decisiones, de un lado, y la realidad y la necesidad de la negociación para alcanzar resultados efectivos mediante la creación de redes y procedimientos informales, por otro.

Además, el análisis desde la gobernanza implica el reconocimiento implícito de la insuficiencia de los recursos del Estado para abordar y solucionar algunos de los problemas sociales más graves. Sólo es posible desde la cooperación de actores formalmente independientes el diseño y ejecución de las políticas, que requiere frecuentemente de intensas negociaciones entre actores públicos pertenecientes a niveles territoriales distintos y entre el sector público y el privado. Ello no quiere decir, sin embargo, que la decisión última sea consensuada entre todos los actores participantes. De hecho, la mayoría de las decisiones se toman contra los intereses de ciertos grupos sociales. Simplemente supone la constatación de que la ausencia de vinculaciones jerárquicas entre los participantes obliga a las partes a la negociación.

El problema de legitimidad de este sistema, formalmente institucionalizado, pero que requiere de la negociación permanente, tiene una triple vertiente: por una parte, los actores participantes en la red ejercen influencia sin estar legitimados democráticamente, mientras que las decisiones tomadas terminarán afectando a todos los ciudadanos. Por otra parte, la falta de democracia tampoco garantiza la eficacia de la decisión: nadie puede garantizar que se escuchen todas las voces competentes para la resolución del problema ni que el sistema de toma de decisiones represente a todas las partes. Y, por último, la íntima imbricación entre actores públicos y privados en el diseño y provisión de servicios contribuye a difuminar la línea de rendición de cuentas entre la ciudadanía y la autoridad pública.