Diferencia entre método científico y metodología científica
EL OFICIO DE INVESTIGAR
Pero sí se necesitan habilidades personales, ya que todo tipo de investigación requiere el involucramiento personal del investigador; sus recursos individuales para la observación y la sistematización; su capacidad para el análisis, la introspección y la reflexión; la única, personal y peculiar manera de conseguir, obtener, perseguir, procesar e interpretar la información.
De ahí que en los métodos cualitativos, especialmente el método etnográfico, se dé una simbiosis, un mestizaje de todos los métodos clásicos de la investigación, sea científica o policíaca, en el laboratorio o en el campo. El método, como diría Ángel Palern en su Historia de la etnología, era premoderno, con el ejemplo de los viajeros, misioneros y funcionarios coloniales; modernos, con la aparición de los profesionales y las diferentes escuelas antropológicas, y posmoderno, con las modas actuales, que ya no tuvo oportunidad de analizar. Del mismo modo opinaba Albert Einstein: “El pensamiento científico es una evolución del pensamiento pre-científico”(en Miller, 2007:224). Incluso se puede ir más allá, como diría Auguste Compte, conocido como “el padre de la sociología”: “El método no es susceptible de ser estudiado separadamente de las investigaciones en que se lo emplea” (en Bourdieu et al.,1979). En efecto, no se trata de un saber aparte, no se puede enseñar por separado, debe estar ligado a investigaciones concretas, a ejemplos reales y a experiencias personales.
Aquí radica la importancia de recurrir a la experiencia de los investigadores, y no tanto a fórmulas preestablecidas. Los manuales clásicos de metodología nos dicen qué hacer o cómo lo debemos hacer, pero en este artículo preferimos privilegiar la perspectiva de los investigadores, de los que tiene el oficio, y que ellos nos digan cómo le hicieron.
El método de investigación de la Escuela de Chicago está definido y delimitado perfectamente, desde la obra pionera de Palmer (1928), en la que señala los siete pasos que tiene que dar el investigador para estudiar a un grupo de inmigrantes. Pero quizá resulte más útil analizar en vivo, a partir de su diario de campo, cómo hizo el estudiante de antropología Robert Redfield para desarrollar su investigación entre los mexicanos residentes en Chicago 1924 (Arias y Durand, 2008).
Además de la práctica del oficio y la libertad para improvisar que ofrece el método etnográfico, se requiere un encuadre, coordenadas espaciales, temporales, teóricas y temáticas donde poder armar el rompecabezas. Se necesita un marco en el que se puedan definir los límites y los alcances de la investigación. Un marco metodológicamente acotado, explicitado, pero a la vez intelectualmente abierto para incorporar datos, información, lecturas, interpretaciones, ideas que surgen del trabajo de campo y que no era posible aventurar o prever. Como diría C. Wright Mills (1961), el proyecto de investigación debe estar en constante proceso de revisión y adecuación a la realidad que uno investiga. Como sugiere Carló Ginzburg (1989), la investigación de un historiador del arte (Morelli), un psicoanalista (Freud), un detective (Holmes), un investigador polifacético (Peirce) o un historiador (él mismo) parte de los mismos presupuestos metodológicos, de la misma manera de pensar. Todos ellos utilizan el método indicial.
EL OFICIO DE INVESTIGAR: LA ABDUCCIÓN, LA RETRODUCCIÓN Y PENSAR AL REVÉS
El detective de Los Ángeles Harry Bosch, personaje central de Michael Connelly, al revisar viejos expedientes de homicidios comenta:
Por supuesto que se habían realizado avances tecnológicos increíbles en los últimos treinta y cinco años, pero pensaba que había cosas que era siempre las mismas y que no iban a cambiar. El trabajo de campo, el arte de interrogar y escuchar, de saber cuándo fiarse de un instinto o una corazonada. Ésas eran cosas que no cambiaban, que no podían cambiar (Connelly, 2006:42).
Los principios básicos de la investigación científica son siempre los mismos, no suelen cambiar a pesar del transcurso de los tiempos, y son válidos para la mayoría de los casos. Varían las técnicas y la tecnología. De acuerdo con Bourdieu (1979: 13), “los métodos se distinguen de las técnicas en que éstos son lo suficientemente generales como para tener valor en todas las ciencias o en un sector importante de ellas”.
Claude Lévi-Strauss, en Tristes trópicos (1970), da cuenta de cómo, en los primeros años del descubrimiento de América, tanto los indios como los españoles se interrogaban sobre la “humanidad del otro”. Para los españoles era fundamental desentrañar el problema porque eso significaba para ellos la posibilidad de esclavizar y tratar como animales a los indios. Se refiere a una “encuesta” realizada por la orden de San Jerónimo en 1517 a los colonos españoles para saber si los indios “eran o no capaces de vivir por sí mismos”, como los campesinos de Castilla. Todas las respuestas fueron negativas: los indios eran viciosos, perversos e indomables. Un testimonio posterior da por concluido el asunto señalando que “los indios comen carne humana, no tiene justicia, van completamente desnudos, comen pulgas, arañas y gusanos crudos y no tiene barba y si por casualidad les crece se apresuran a cortársela”. Obviamente, eran diferentes, pero la conclusión a la que llegan es que “para los indios valía más ser hombres esclavos, que animales libres” (61).
A renglón seguido, Lévi-Strauss comenta que en Puerto Rico “los indios se esmeraban en capturar blancos y hacerlos perecer por inmersión; después, durante semanas, montaban guardia junto a los ahogados para saber si estaban o no sometidos a la putrefacción”. Si se comparaban los dos métodos, dice el autor, se podría concluir que “”los blancos confiaban más en las ciencias sociales mientras que los indios confiaban más en las ciencias naturales. De este modo, los españoles concluían que los indios eran bestias y estos sospechaban que los españoles eran dioses: “A ignorancia igual, el último procedimiento era ciertamente más digno de hombres” (62).
En efecto, la sospecha, la incertidumbre, la conjetura que tiene descubridores y descubiertos cuando se encuentran por primera vez es la misma. Y se puede recurrir a una encuesta con los expertos (los conquistadores) o al método de la prueba y el error. La primera se conoce como el “Método de Delfos”, en el que se les pregunta a los peritos y ellos opinan con su acostumbrada sabiduría. En los estudios migratorios, cuando no había modo de contabilizar a los migrantes indocumentados se les pedía a los conocedores del tema (cónsules, patrulleros, académicos, alcaldes) que aventuraran una cifra a su buen entender y luego se obténía un promedio, procedimiento normal en ciencias sociales. Por el contrario, los primitivos o aborígenes prefieren el método de la prueba y el error, como se vio en el caso de los indios taínos de Puerto Rico.
En esa misma dirección, en un documental filmado en Nueva Zelanda en la década de los años veinte del Siglo XX, se presenta el primer contacto entre el hombre blanco y los aborígenes de la zona. Entre los detalles chuscos que se dan en este primer encuentro destaca que los indígenas seguían a los blancos cuando iban a hacer sus necesidades y luego examinaban con mucho cuidado sus excrementos. Buscaban la prueba de que eran iguales, tan humanos como ellos, que tenían necesidades fisiológicas y productos, detritus, semejantes.
Según la definición de Tzvetan Todorov, los bárbaros “son aquellos que niegan la plena humanidad de los demás”. En el primer encuentro del hombre blanco con los aborígenes, cada quien utiliza su método personal para comprobar la humanidad del otro, pero los dominadores suelen comportarse “como si los demás no fueran humanos, o no lo fueran del todo” (2008:33)-
El método de la comprobación empírica parece ser tan antiguo como moderno. En efecto, la investigación científica parte de los mismos principios de siempre. El método de la prueba y el error sigue siendo válido; más aún, indispensable. La tecnología ayuda, facilita, resuelve problemas prácticos, pero no aporta, porque finalmente se requiere una mente creativa para cualquier tipo de investigación, alguien que vea más allá, que sea capaz de imaginar intuir y encontrar una solución, una explicación. Que pueda descubrir la verdad, reinterpretar la realidad y aportar un conocimiento nuevo, que no es otra cosa que un pequeño escalón más en el largo y penoso proceso de la investigación científica.
Así, se requieren personas con experiencia, con oficio, como dirían Pierre Bourdieu (1979), Luis González (1987), Claude Lévi-Strauss (1961), C. Wright Mills (1966). Toda investigación es un proceso de construcción lento, se podría decir que casi manual, para recoger información y sistematizarla, pero que la mismo tiempo requiere imaginación, un acto creativo; de ahí que Wright Mills hablara de la “artesanía intelectual”, lo que a primera vista parecería contradictorio o incluso devaluatorio de la actividad humana por excelencia. No basta con recoger información y tampoco con clasificarla, aunque esto ya es un avance. Contaba Luis González que cuando él y su equipo estaba trabajando en la Historia moderna de México, uno de los investigadores le presentó el trabajo final a Daniel Cosío Villegas, éste, tras leerlo, montó en cólera y le dijo al historiador que eso era una secuencia de hechos, realizada como si alguien hubiera ido al mercado a traer una serie de productos. De lo que se trataba era de preparar una ensalada, no únicamente de hacer trabajo de archivo, padecimiento muy generalizado en el medio académico, en el que hay historiadores que son permanentes coleccionistas de fichas, politólogos que son eternos aficionados a los recortes de periódico, sociólogos que nunca terminan de analizar su encuesta y antropólogos a los que siempre les faltan tre meses de trabajo de campo para terminar su investigación.
De hecho, la misma ciencia o discplina pasa por un proceso de aprendizaje, prueba y eror, hasta que se define el oficio, el método, Levi-Strauss (1961) se refiere a este proceso al retomar a los británicos, que, con su peculiar humor, hablan de dos fases primigenias: los antropólogos catalogados como armchair, que se dedicaban a coleccionar datos y noticias sobre lugares y culturas lejanas y nunca se habían movido de su asiento, de su lugar de origen (James Frazer, por ejemplo); los antropólogos del periodo colonial, rocking chair, que iban a lugares remotos y se instalaban en la veranda de la casa del administrador colonial o de la misión religiosa; hasta allí les llevaban indígenas a los que podrían interrogar y entrevistar. Bronislaw Malinowski rompe con este ciclo en 1914 y se va a vivir con los Trobriand e instala su propia tienda en medio de la aldea. Es entonces cuando finalmente se define el método antropológico y se constituye la disciplina como tal.
Cada disciplina recurre a ciertas técnicas y en cada una de ellas existen ciertas claves, recomendaciones o procedimientos considerados como clásicos. En la investigación policíaca se recomienda seguir la clave francesa de cherche la femme, que tiene su contraparte o complemento en la clave de los investigadores estadounidenses follow the money, procedimiento que también sirve en las ciencias sociales.
Pedro Armillas cuenta que era partidario de la arqueología pedestre (1987), de dar largas caminatas para observar el paisaje. Y en sus recorridos vespertinos se encontraba con los obreros que habían trabajado en la excavación y se ponía a platicar. Ellos, que vivían ahí dese siempre, conocían la regíón mejor que nadie y le aportaban información valiosísima. Así descubríó un importante conjunto de murales en Teotihuacán. Luego llegaba Alfonso Caso, el cacique de la investigación arqueológica de aquellos tiempos, a interpretarlos sobre la marcha y darlos a conocer a la prensa. En aquel tiempo sólo se valoraba lo espectacular y se despreciaba la información secundaria, como las zonas urbanas, las viviendas y los recintos menores. Armillas aprendíó de Fernando Gamboa que era fundamental encontrar información sobre “la base económica”, como dirían los marxistas de aquellos tiempos, y empezó a revalorar la información arqueológica que daba cuenta de cultivos, sistemas de riego, herramientas y productos que se consumían.
Para el mundo andino, John Murra, después de leer las aburridísimas “visitas” o censos para cobrar tributos en Perú, descubríó la clave de la verticalidad o complementariedad de los diferentes pisos ecológicos, que caracteriza a la organización social, política y económica del Imperio incaico. A partir de ahí, Murra (1975) establecíó un principio indispensable para entender el pasado y el presente del mundo andino y la clave, que no es otra cosa que la altitud.
Se trata de principios, reglas o, si se quiere, de “leyes” básicas que funcionan para una porción específica de un universo dado. De acuerdo con Umberto Eco “son modelos especiales de ciertos hechos que posibilitan la explicación de éstos” (1989:274). Si se investiga sobre el tema migratorio, no se puede dejar de lado el contexto del mercado laboral, de la oferta y la demanda.
Pero cuando las reglas o funcionan y el panorama está confuso, hay que tratar de encontrar la ficha perdida que permita terminar de armar el rompecabezas. Cuando daba mis primeros pasos como investigador, le pregunté a mi maestro Jorge Alonso cuales datos eran importantes y cuáles no. La respuesta fue contundente, como solía ser el maestro: “Todo es importante”. En realidad, no hay modo de saber qué es importante y qué no, hasta que se acaba la investigación e incluso en ese caos uno se queda siempre con muchas ideas en el tintero.
Para Wright Mills, los datos marginales tienen un valor muy especial, suelen ser la clave para encontrar la explicación,, pero como uno tiende a dejarlos de lado, es difícil encontrarlos o revalorarlos. Por ello, recomienda agarrar el fichero, tirarlo por los aires y volver a ordenarlo. Un método un poco radical, sobre todo para quienes les gusta tener todo muy ordenadito, pero muy efectivo para despertar la imaginación sociológica y encontrar relaciones inesperadas.
Estas relaciones resultan ser fundamentales y se descubren en el momento menos esperado. Los viejos sabios están llenos de anécdotas sobre el momento y las circunstancias en que “se hizo la luz” y lograron visualizar algo que habían estado buscando y que no lograban ver o concretizar. El anecdotario empieza con el viejo Arquímedes, quien descubre en la bañera su famoso principio sobre el volumen de los cuerpos y sale emocionado y desnudo a las calles de Siracusa, gritando “¡Eureka!”.
El investigador angelino Harry Bosh, cuando se siente la necesidad de formular una nueva teoría, recomienda:”Coger los hechos y agitarlos para formar hipótesis. La clave era no siempre sentirse en deuda con una teoría. Las teorías cambian y uno tiene que cambiar con ellas” (Connelly, 2006: 236).
Otra de las fórmulas recomendadas es la que se conoce como la retroducción, “pensar hacia atrás” o “pensar al revés”. El comisario sueco Wallander, personaje de Henning Mankell, en momentos de desesperación recuerda lo que le había recomendado su maestro y compañero Rydberg: “Puede ocurrir que la causa aparezca después del efecto. Como policía, debes estar preparado para pensar al revés” (Mankell, 1994).
Aunque parezca una irreverencia comparar al detective Wallander con Fernand Braudel, los dos parecen tomar el mismo camino. Por lo que menos es lo que afirma su afamado discípulo Immanuel Wallerstein sobre el maestro, cuando señala: “Braudel veía al capitalismo en una forma que, a los ojos de la mayor parte de sus colegas, podía expresarse solamente como “verlo al revés””. En efecto, el planteamiento de Braudel va en contra del liberalismo y el marxismo clásico y propone ver el capitalismo como el sistema del “antimercado”, que no es otra cosa que el reino de la confusión y el derecho del más fuerte. En ese sentido, el capitalismo empieza mucho antes, con el comercio a larga distancia, la concentración y los monopolios, muchos de ellos estatales (Wallerstein, 1993: 71 y 73).
En el campo de las ciencias de la comunicación, Jesús Martín Barbero propone algo similar: “Hay que cambiar el lugar de las preguntas, para hacer investigables los procesos de constitución de lo masivo por fuera del chantaje culturalista que los convierte inevitablemente en procesos de degradación cultural”. Para ello, es necesario “investigarlos desde las mediaciones y los sujetos, esto es, desde la articulación de las prácticas de comunicación y movimientos sociales”. Se trata, en sus propias palabras, de un “desplazamiento metodológico para rever el proceso entero de la comunicación desde su otro lado, el de la recepción, el de las resistencias que allí tienen lugar, el de la apropiación, desde los usos” (1987). Martín-Barbero define su trabajo de investigación como el del cartógrafo, que requiere un oficio complejo y muchas horas de vuelo, y que “se sitúa en la confluencia de la ciencia y el arte”.
Según Charles Peirce, las ciencias se desarrollaron a partir de artes consideradas como útiles: “La astronomía se desarrolló a partir de la astrología y la química a partir de la alquimia, la fisiología y la medicina se apoyaron en la magia” (Sebeok, 1987: 51). El pensamiento conjetural es básico para el diagnóstico en medicina; no en vano el modelo que toma Conan Doyle para su personaje Sherlock Holmes es su maestro de medicina, Joe Bell. Por su parte, el historiador Carló Ginsburg establece la relación entre el crítico de arte Giovanni Morelli (médico italiano), que se basaba en el análisis de los detalles para autentificar pinturas, y Sigmund Freud: “su procedimiento guarda grandes afinidades con el psicoanálisis”, en el que el método interpretativo se basa en encontrar detalles insignificantes como indicios reveladores (1989: 120).
Esta manera de proceder es propia del pensamiento abductivo, indicial o conjetural, que se distingue del inductivo. De ahí que resulte pertinente distinguir entre la inducción y la abducción. Según Peirce:
La abducción arranca de los hechos, sin tener al inicio ninguna teroría particular a la vista, aunque está motivada por la sensación de que se necesita una teoría para explicar determinados hechos sorprendentes. La inducción arranca de una hipótesis que parece recomendarse a sí misma sin tener al principio ningún hecho particular a la vista, aunque con la sensación de necesitar de hechos para sostener la teoría. La abducción busca una teoría. La inducción busca hechos. En la abducción, la consideración de los hechos sugiere la hipótesis. En la inducción, el estudio de la hipótesis sugiere los experimentos que sacan a la luz los hechos auténticos que ha apuntado la hipótesis (citado en Sebeok, 1987:47).
Para Thomas Sebeok, el pensamiento abductivo se distingue por tres elementos: 1. Su “falta de fundamento”, es decir, se sitúa a nivel conjetural y todavía no cuenta con todas las pruebas. 2. “La omnipresencia”, esto es, lo que se intuye o conjetura se basa en una seria de elementos, indicios, datos. 3. Su “valiosa confianza”, lo que se entiende como la sensación de estar seguro de que se tiene razón. Después, cuando se es consciente de la concatenación de hechos, de elementos o de indicios, se puede pasara a plantear la hipótesis.
De hecho, de manera continua y cotidiana estamos desarrollando pensamientos de tipo abductivo, conjeturando en base con indicios. De Ahí que cuando se prende la luz, cuando se logra establecer la conexión “¡Eureka!”, haya un sentimiento, de una emoción. En ese sentido, la expresión mexicana de años atrás, “me cayó el veinte”, cuando hacía conexión el teléfono, es muy reveladora de estos momentos de emoción ante un pequeño o gran descubrimiento.
La mayoría de los grandes hallazgos, se dice popularmente, se debieron a la casualidad, pero siempre requirieron de una persona capaz de establecer la relación, de hacer la conexión, de leer entre líneas. Se parte de una sospecha, de una conjetura, pero hay que ser Louis Pasteur para descubrir el mundo microbiano y hay que tener la sapiencia y la paciencia del científico para navegar contra la corriente (Latour, 1995).
La casualidad de que funcionara mal la calefacción en el laboratorio de Alexander Fleming y que entrara moho por la ventana y contaminara un cultivo llevó al descubrimiento de la penicilina. Pero después de la primera sospecha, de que hiciera la conexión entre los hongos y el cultivo de estafilococo, a Fleming le tomó muchos años de investigación llegar a establecer, de manera definitiva, su gran descubrimiento. Otros increíbles descubrimientos que se consideran “casuales”, como los rayos X, el LSD, el viagra, etc. Siempre parten de una conjetura y se desarrollan después con trabajo arduo, sistemático e imaginativo.
LA IMAGINACIÓN SOCIOLÓGICA
En este sentido, resulta fundamental la imaginación sociológica, como diría Wright Milis (1961) en un buen libro, con un gran título, un mejor apéndice y una muy mala traducción. Es la imaginación sociológica «la que separa al investigador social del mero técnico». Consiste, en una parte considerable, «en la capacidad de pasar de una perspectiva a otra y en el proceso de formarse una opinión adecuada de una sociedad total y de sus componentes». En esencia, es «la combinación de ideas que nadie esperaba que pudieran combinarse» (222). La imaginación permite conjeturar, base fundamental del proceso de abducción. Así lo confirma Guillermo de Baskerville, personaje de Umberto Eco en El nombre de la rosa, cuando recomienda a su discípulo Adso la manera de resolver un misterio:
[ … ] que no es como deducir a partir de ciertos principios. Y tampoco es recoger un montón de datos particulares para inferir después una ley general. Equivale más bien a encontrarse con uno, dos o tres datos particulares que al parecer no tienen nada en común, y tratar de imaginar si pueden ser otros tantos casos de una ley general que todavía no se conoce y quizá nunca ha sido enunciada (Eco, 1984: 372).
El autor retoma el tema en otro texto de corte académico en el que se refiere a la forma de pensar de Aristóteles con respecto a la definición de las diferentes especies de animales con cuernos (Eco, 1989).
O como dirían Pierre Bourdieu y sus colegas en El oficio del sociólogo:
No hay intuición que no pueda recibir una función científica cuando, controlada, sugiere hipótesis… · De esta forma la intuición no sólo contribuye al descubrimiento, sino al control epistemológico, en la medida en que, controlada, le recuerda a la investigación sociológica su objetivo de recomponer las interrelaciones que determinan las totalidades construidas (1979: 84).
Braudel era un apasionado del documento directo, pues éste constituía «la gran puerta abierta a la imaginación». Y afirma su esposa que si se trataba de imaginación, él tenía «para dar y vender». Cuando estaba en el campo de concentración le escribíó a ella: «Felizmente mi imaginación no me deja solo nunca; tú la conoces, ella me ha servido ahora como un bello recurso» (Braudel, 1993: 88).
La imaginación es una condición fundamental para las ciencias y las artes, incluso en las peores circunstancias. Al respecto, el pintor zacatecano Pedro Coronel señala:
En el Instituto de Ciencias de Zacatecas, donde estudié, había una biblioteca. En los libros de arte ya no estaban las láminas, sólo el nombre del pintor y el título de la obra. Yo llené esos espacios vacíos con la imaginación. La segunda reconstrucción la hice en los museos de Europa (placa en la entrada del Museo Pedro Coronel en Zacatecas).
Una manera práctica de despertar la imaginación sociológica, según Wright Milis, es cambiar de perspectiva. Muchas veces esto se logra cuando se opta por una perspectiva multi o interdisciplinar. Según JohnMurra:
[Una de sus obsesiones ha sido] mostrar tanto a etnógrafos como a arqueólogos que hay un lado documental que puede apoyar su investigación, ya sea etnográfica, ya sea arqueológica. Así es que a los arqueólogos les hablaba de documentos que ayudan a la arqueología; y a los etnólogos de documentos que ayudan a la etnografía. Yo nunca quise separar estas cosas, para mí hay una sola disciplina que es la antropología con diferentes tácticas… (Castro et al., 2000).
Algo similar propone Cario Ginsburg en su texto sobre Piero della Francesca (1984), en el que asume el tema y el problema de la datación de las obras de este pintor: «En realidad, en la datación, la cuerda de la lectura estilística se engancha siempre con resultados más o menos convincentes, a los clavos documentales de los que se dispone». En este caso, propone que los historiadores del arte apoyen sus conclusiones en documentos más que en investigaciones iconográficas. Justifica su incursión en el campo del arte haciendo referencia a Lucien Febvre, quien invitaba a los historiadores a examinar «hierbas, formas de los campos, eclipses de luna». En ese sentido, los cuadros «son documentos de historia política y religiosa» (1984: XVII).
En los estudios migratorios es también indispensable la interdisciplinariedad. Se trata de un fenómeno dinámico que hay que medir, mesurar, con métodos cuantitativos, pero las explicaciones las aportan los propios involucrados en el proceso, los migrantes, para lo cual se requieren métodos cualitativos. En ese sentido, el Mexican Migration Project ha tenido éxito con su apuesta por la complementariedad de enfoques, en la que la sociología, la demografía, la historia, la geografía y la antropología se complementan y permiten tener una visión integral del fenómeno.
Otro ejemplo en el campo de los estudios migratorios es el análisis que Durand y Massey (1995) realizan sobre los exvotos de tema migratorio, en el que aportan una mirada nueva del fenómeno y reconstruyen el proceso migratorio a partir de los testimonios votivos que los migrantes dejaron en distintos santuarios del país. Se trata de un análisis cualitativo de otro nivel, en el que el autor y el lector se involucran en el análisis de una expresión religiosa y artística del fenómeno migratorio, que deja libre el proceso de interpretación.
LA OBRA MAESTRA Y EL BOSQUEJO
El historiador michoacano Luis González, autor de El oficio de historiar, tenía en el escritorio de su biblioteca en San José de Gracia un altero de hojas de gran tamaño (triple oficio) que utilizaba para hacer sus «sábanas», como él las llamaba. Allí establecía la estructura de un artículo en un intrincado «mapa mental», una cuadrícula llena de flechas, listados, globos y referencias. Una vez terminada la «sábana», se ponía a escribir con esa facilidad y sabrosura que sólo él podía tener.
El investigador hispano-colombiano Jesús Martín-Barbero construye con oficio de cartógrafo intrincados mapas, con lápices (plumones hoy en día) de diferentes colores que «marcan la relación de unas ideas con lugares y acontecimientos, unos nombres fuertes con frases atravesadas con dibujos de tránsitos entre autores y temas». Y concluye: «Sólo después, al pasarlo a máquina lo reescribí de modo que las costuras y los recosidos quedaran en su revés».
Al igual que muchos escritores e investigadores, el pintor mexicano Enrique Climent empieza haciendo bosquejos:
Cada pintor tiene su manera personal de desarrollar su arte. Algunos se enfrentan a la tela y comienzan a trabajar, hay otros que necesitan de un boceto. Yo pertenezco a esta última categoría. Ambos sistemas son válidos porque lo que cuenta es el resultado. Así, partiendo de un pequeño dibujo empiezo mi cuadro. A veces la obra es fiel al boceto hasta el final, pero en otras ocasiones, que son la mayoría, el cuadro se resiste y comienza la lucha (Climent, 1977: 15).
Pero Braudel iba mucho más allá. Durante los cinco años que permanecíó en un campo de concentración rehízo de manera total su obra maestra en varias ocasiones. Y lo hacía de memoria, porque no dispónía de sus ficheros. Su esposa le reprochaba el desperdicio ·de tiempo y esfuerzo, pero «no podía hacerlo de otra manera». Es más: para defender su método, en una ocasión le dijo:
Eres precisamente tú la que me contó, sin criticarla para nada, la manera en que Matisse redibujaba cada día el mismo retrato de la misma modelo. Me dijiste que cada día regularmente tiraba su dibujo al cesto de papeles, hasta que llegaba el momento en que encontraba, por fin, la línea que le agradaba verdaderamente. Pues bien, después de todo, es un poco la misma cosa que yo hago (Braudel, 1993).
La obra maestra de Picasso Las señoritas de Aviñón fue realizada a partir de cientos de bocetos y varias versiones, hasta que el pintor logró expresar su propuesta final, que se considera como una de las obras primigenias y fundamentales del Cubismo y el arte contemporáneo. A partir de la prueba y el error, después de múltiples intentos fallidos y de entrar en decenas de callejones sin salida, finalmente el trabajo tenaz permitíó ver la luz y otra manera de representar la realidad. Se reconocen múltiples influencias en esta obra, desde pintores consagrados como Cézanne, Toulouse-Lautrec, El Greco, Ingres, antigüedades ibéricas y egipcias, y las esculturas africanas que Picasso apreciaba en las colecciones del Museo del Hombre en el Trocadero. Además, se ha documentado una influencia directa de la geometría, del cine, la fotografía y las postales africanas de Edmond Fortier (Miller, 2007).
La obra maestra es, finalmente, una síntesis de múltiples y diferentes influencias. En el caso de Braudel, su obra magna del Mediterráneo se forja lejos de las aulas y fuera del medio universitario. Según su esposa Paule, la obra «es el fruto de una lenta maduración», de una vida muy caótica:
… Compuesta de diversos fragmentos, cada uno de los cuales ha constituido una especie de aventura y de experiencia muy peculiares … De una experiencia campesina, seguida de una experiencia africana y más exactamente magrebina, más tarde una experiencia brasilera y, finalmente, de una experiencia carcelaria (Braudel, 1993: 86).
De acuerdo con Arthur Miller (2007), «cualquier obra artística o científica bebe necesariamente de muchos campos aparentemente inconexos». Para Albert Einstein, la música y la física estaban profundamente relacionadas:
…Las verdades musicales y físicas son formas platónicas que la mente debe intuir. La música de alto nivel no puede «crearse», del mismo modo que la física con mayúsculas tampoco puede deducirse estrictamente de los datos experimentales. En ambos casos se necesita de cierta concepción estética del universo (Miller, 2007: 223).
LA ENTRADA AL TEMA Y EL INGRESO POR LA PUERTA FALSA
En el medio antropológico mexicano, recuerdo haber escuchado una frase que se repite de manera recurrente a los estudiantes cuando están empezando a trabajar en un proyecto de investigación: «No hay temas buenos o malos, hay investigadores buenos y malos». Cualquier tema puede convertirse en objeto de estudio, el problema radica en el enfoque, la perspectiva, el ángulo que uno quiera desarrollar.
En ese sentido o, los grandes temas son engañosos y por lo general están ya muy trabajados. Pero siempre hay un subtema que se dejó sin analizar, una pista que otro investigador dejó insinuada, que no tuvo oportunidad de desarrollar y que se puede retomar. Dicen los historiadores estadounidenses que es muy temerario para un estudiante trabajar en los temas clásicos mexicanos: la reforma, la revolución, el cardenismo, incluso el largo periodo colonial. Pero si el estudiante insiste, tiene que encontrar un resquicio, una rendija por donde descubra una nueva manera de abordar la temática, un nuevo enfoque analítico, documentos inéditos o archivos que aporten nueva luz a una trama ya muy develada.
Pero incluso una vez definidas las coordenadas metodológicas de la investigación, en las que se establecen los parámetros espaciotemporales, temático-teóricos, puede ser que el investigador se sienta perdido, que no encuentre la clave o la puerta de entrada para desarrollar, entender o explicar los temas que está trabajando.
Nigel Barley, en El antropólogo inocente (1983) -uno de los mejores libros de metodología cualitativa, que no pretende serlo-, narra su desesperación porque «estaba a punto de tirar a la basura todo lo que había sacado en claro hasta el momento sobre el ‘mapa cultural’ de los dowayos» (163). No podía entender la relación que establecían los dowayos «entre las etapas del ciclo del mijo y los procesos sexuales de la mujer». Desesperado, fue a ver a una «informante clave» que le aclaró el asunto al decirle que «las embarazadas no podían entrar en la era hasta que el niño no esté totalmente formado y a punto de nacer». Dice que esta afirmación «arrojó una luz totalmente nueva sobre el tema». Añade: «Si una embarazada entraba en la era daría a luz demasiado pronto. De esta forma quedaba salvada mi teoría de la relación entre las etapas del desarrollo del mijo y la fertilidad femenina».
Resulta imposible explicarle a un lego la profunda satisfacción que puede producir una información tan simple como ésta. Quedan así validados años de enseñar perogrulladas, meses de enfermedad, soledad, aburrimiento y horas y más horas de preguntas tontas. En antropología las ratificaciones son pocas y ésta me vino muy bien para recuperar la moral (165).
Uno de los puntos claves de la investigación de Barley era el tema de la circuncisión. Tuvo que resolver el rompecabezas «poco a poco y a lo largo de meses». Muchos elementos simbólicos estaban relacionados con la circuncisión y «mediante un constante proceso de prueba y error, uno se va abriendo paso en un mar de datos confusos» (160). Pero la llave para poder investigar un tema, no sólo elusivo, sino del que sólo podía hablarse entre iniciados, fue demostrar públicamente su masculinidad, ya que los «hombres no circuncidados tienen una aura de femineidad». Tuvo entonces que bajarse los pantalones y «el circuncidar tuvo a bien certificar que estaba ‘honoríficamente circuncidado’, previo pago de seis botellas de cerveza» (98).
En ocasiones, el investigador no encuentra una salida airosa, un enfoque novedoso, y tiene que buscar de manera indirecta la entrada en el tema. Son los casos de Detlef Berthelsen e Ignasi Terradas. El primero se atreve a proponer una nueva biografía del muy biografiado Sigmund Freud y el otro a incursionar en las muy bien estudiadas condiciones de la clase obrera en Inglaterra en los tiempos de Marx y Engels.
El periodista alemán Detlef Berthelsen empezó a interesarse en Freud después de leer un artículo sobre el fundador del psicoanálisis en el que se hacía referencia a la casa de éste en Maresfield Gardens, donde todavía vivía su hija Anna, famosa analista infantil. La curiosidad por conocer la casa por fuera lo llevó de la mano a la oportunidad de ingresar y verla por dentro. Al estar merodeando por el lugar, se encontró con la empleada Paula Fichtl, quien lo hizo pasar, le invitó un té con galletas y le enseñó el famoso despacho y la colección de estatuillas femeninas del profesor Freud. Allí empezó una relación de mutua curiosidad y luego de amistad. La relación derivó en varias sesiones en las que se sentaban a platicar y a tomar té con pastelillos.
Años después le encargaron hacer una entrevista formal con Anna Freud, quien primero se negó y luego sólo le concedíó 50 minutos. Más allá de la entrevista, la ocasión sirvió para restablecer la relación con Paula Fichtl y trabajar en una biografía íntima o casera de Freud a partir de los recuerdos y las experiencias vividas por Paula, como ama de llaves de la casa a lo largo de más de 40 años. De alú surgen el libro LA vida cotidiana de Sigmund Freud y su familia y el apéndice «Sobre la cocina de los Freud», en la que se reséñan algunas de sus recetas y se confirma que Freud ·prefería los platillos rurales de origen judío checo y que para nada gustaba de la comida koscher.
Por la puerta de la cocina, Berthelsen pudo ingresar a un ambiente de intimidad que ningún encumbrado biógrafo había podido lograr. Por medio del ama de llaves, sabemos que Freud pasaba sus horas de ocio «sentado con un libro en la sala de estar, mientras su esposa y su cuñada estaban ocupadas con alguna labor». «Freud tiene preferencias por Wilhelm Busch y las novelas inglesas»; Paula observa que «casi siempre leía una novela policíaca de Sherlock Holmes». Freud suele escoger autores ingleses como G. K. Chesterton, Agatha Christie y Dorothy Sayers. «El señor profesor sabía siempre quién era el asesino, pero si luego resultaba ser otro, se enfadaba» (Berthelsen, 1995: 39).
El interés de Freud por descubrir la trama de la novela policíaca nos remite a la lectura que hiciera del especialista en arte Morelli, quien descubría la autenticidad de una obra a partir de los detalles que para otros pasan inadvertidos, como señala Ginzburg (1989). La anécdota de Paula Fichtl sobre la lectura acuciosa de Freud de las obras de Arthur Conan Doyle confirma la pertinencia de varios autores por relacionar el método indicia! Con las obras de Morelli, Peirce, Holmes, Poe y Freud (Ginzburg, 1989; Sebeok, 1987; Eco, 1989),1 Más aún, se ha afirmado que Freud, en sus ejemplos de análisis psiquiátrico, recurre a la manera en que Sherlock Holmes solía exponer sus deducciones. Incluso se le ha acusado de copiarlo (Revé, 2005).
Por su parte, Ignasi Terradas, antropólogo de la Universidad Autónoma de Barcelona, parte de una nota a pie de página, en una de las ediciones del libro de Engels LA condición social de la clase obrera en Inglaterra, para rastrear históricamente el caso de la costurera Elisa Kendall y para plantear lo que él llama la «antibiografía» o el develamiento de «las condiciones sociales de desconocimiento de una persona». Engels se refiere al caso de una costurera que pertenecía al último estrato social de la Inglaterra de mediados del Siglo XIX y que tiene que optar por el suicidio, porque el sistema de explotación extremo al que se ven sometidos ella, su familia y su entorno social, no le deja otra salida (Terradas, 1992).
A partir del juicio que se hace sobre su caso, Terradas devela «el silencio, el vacío y el caos que una civilización ha proyectado sobre una persona» (1992: 13). El caso de Kendallle da pie a Engels para poner de relieve el último grado de explotación capitalista, en un sistema de subcontratación extremo, que impide la propia reproducción de la clase trabajadora y que recae sobre las mujeres, pero su reflexión y su análisis sobre el caso particular quedaron en una nota a pie de página.
Terradas entra por la puerta falsa a revisitar de manera original un tema clásico, como el de las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, y de manera magistral le da vida al caso anónimo de la nota de Engels, que le sirve de pretexto para tratar el tema de la alienación en Marx y hacer un paralelismo con dos autores clásicos del Romanticismo: Goethe, en Fausto, y Giacomo Leopardi en su poesía. Antropología, historia, filosofía y análisis literario se reúnen en un pequeño volumen que pone al descubierto lo general -el sistema capitalista- a partir de lo particular: un caso, una obrera anónima a la que se le da vida, que fue utilizada y desechada por el sistema y marginada a una nota a pie de página.
En muchas ocasiones, el descubrimiento de la rendija para entrar a un tema trillado es el resultado de años de reflexión y lectura sobre un tema. Terradas había estudiado las colonias industriales inglesas y españolas del Siglo XIX (1979, 1994) y conocía a fondo el tema obrero industrial desde la perspectiva histórica y antropológica. Pero son la sospecha, la curiosidad innata, la capacidad para hacer conjeturas, las que lo llevan a buscar más información sobre el tema.
EL OJO. CLÍNICO
Los temas nuevos y los hilos negros no se encuentran por suerte o casualidad. De pronto aparecen y es la capacidad del investigador, como la del minero, la que puede distinguir la veta. Cuenta Carey McWilliams en su famoso libro Al norte de México (1968) que en la década de los años cincuenta del Siglo XIX un minero estadounidense de apellido Comstock se quejaba de «metales bajos y materiales azules», que le dificultaban aislar el oro. Un minero mexicano que pasaba por ahí, al ver las piedras azuladas, empezó a gritar emocionado: «Plata, mucha plata, mucha plata». Sólo entonces Comstock se dio cuenta de que estaba frente a una de-las minas de plata más ricas del mundo (162). Uno puede ir eh busca de oro, pero no está nada mal encontrarse con plata. La diferencia entre mirar y ver es fundamental en el proceso de investigación. De cualquier exploración, búsqueda o pesquisa.
En efecto, Henning Mankell pone en boca de Kurt Wallander, su célebre detective, esta misma situación, en la que uno tiene enfrente la solución y no puede verla:
Sentía que me hallaba en los aledaños de la incógnita, muy cerca del gran secreto y, sin embargo, no lograba darle alcance; al menos no todavía. La explicación será, sin duda, muy sencilla, se decía, tanto, que soy capaz de verla. Algo así como cuando uno va buscar los lentes y resulta que los trae puestos (1997, 374).
Algo similar le dijo el sabio franciscano Guillermo de Baskerville (el Sherlock Holmes medieval creado por Umberto Eco) a su discípulo Adso cuando reflexionaban sobre la búsqueda infructuosa del libro que ya había cobrado cuatro muertes en la abadía de Melk:
-Un momento. Decimos que no está porque no lo hemos encontrado. Pero quizá no lo hemos encontrado porque no lo hemos visto donde estaba.
-¡Hemos mirado en todas partes!
-Mirado pero no visto. O bien, visto, pero no reconocido … (Eco, 1984: 447).
En el campo de la fotografía, cuenta Pedro Valtierra: «Era talla competencia en la redacción que cada día te partías la madre por ser el primero, por ser el mejor, por ser el más original. Era un periodismo vivo, era unomásuno». Allí cambió la fotografía en México y los reporteros gráficos pasaron a ser verdaderos fotógrafos. Allí se inició una escuela y había un maestro: «Durante los seis años que trabajé en el unomásuno de Becerra Acosta, hablé unas diez veces con él. Pero me marcaron. Te soltaba una frase que te quedaba dando vueltas en la cabeza durante días, buscando el significado de lo que quería decir». Y narra que Becerra Acosta mira una de sus fotos. Guarda silencio. Se levanta. Camina. Se dirige al fotógrafo, para quien el preámbulo silencioso del director es un suplicio, y dice:
-¡Valtierra! ¿Qué no fue al evento?
-Sí fui. Ahí tiene las fotos.
-Pedro Valtierra …. ¡Usted fue, pero no estuvo! (Malvido, 2004).
Lo mismo sucede en el campo de las ciencias sociales. Recordemos que el viejo Émile Durkheim decía, en El método sociológico, que los hechos sociales, el objeto de investigación de los sociólogos, aparecen ante el observador con elementos exteriores o capas que los distorsionan, y el científico tiene que descubrir, develar lo que realmente son y significan.
Pedro Armillas fue uno de los tantos refugiados españoles que llegaron a México y aportaron su conocimiento y trabajo al crecimiento y profesionalización de las ciencias sociales. Al resumir su «aventura intelectual», decía que en la práctica había podido integrar su formación inicial como arquitecto, luego su experiencia como artillero durante la guerra, cuando tuvo que aprender topografía y a leer mapas y cartas, y finalmente la arqueología.
Todo está relacionado. Lo que me ha servido mucho en la arqueología es la artillería; como oficial de artillería hay que tener, en primer lugar, el sentido del terreno y de la observación de lo insólito. Eso se aplica a lo mismo: a tener una idea de dónde puede estar un yacimiento arqueológico en relación a la totalidad del paisaje, dónde pueden estar las trincheras enemigas que uno tiene que batir. Y lo insólito es ver que hay una agrupación de matorrales en un paisaje, donde no hay matorrales tan concentrados. Porque hay matorrales que crecen en las piedras de las ruinas, puede ser que sí o que no, pero resulta que uno se acerca y hay tepalcates por ahí. Lo mismo se descubría oteando el horizonte en el frente enemigo. Uno descubría allí una mancha aislada, o un montón de ramas o unos arbustos que no tenían por qué estar ahí y que podían ser el camuflaje de una batería enemiga (en Durand, 1987: 134).
La mirada de Armillas, capaz de ver lo insólito en el paisaje, lo distinguiría por su trabajo sobre el paisaje azteca y el reconocimiento desde el aire del antiguo sistema chinampero del Valle de México. Armillas utiliza la fotografía aérea para luego bajar al terreno y caminar sobre los antiguos camellones de las chinampas prehispánicas (1987).
Finalmente, en los tiempos idos de la escuela de Antropología de la Universidad Iberoamericana, con Ángel Palerm a la cabeza, los profesores revisaban el diario de campo de los alumnos y por lo general veían, descubrían o relacionaban temas, problemáticas y discusiones que el estudiante no había podido establecer. El ojo clínico que ve lo que los otros no ven, que descubre relaciones nuevas, se debe al oficio. No siempre el maestro da en el blanco, pero muchas veces puede plantear una conjetura que permita buscar por otros caminos o desde otras perspectivas.
El ojo clínico del médico, la sospecha del detective, la mirada del artillero, la ojeada experimentada del minero, la conjetura del filósofo, son maneras de pensar que requieren un entrenamiento en áreas específicas del conocimiento; son parte del oficio que permiten abordar la realidad desde una óptica que ya está entrenada para ver, descubrir, develar, relacionar, imaginar, conjeturar.
EL TRABAJO DE CAMPO Y EL TRABAJO DEL DIARIO
Los antropólogos se forman en el trabajo de campo, como los historiadores en el archivo. Sin esa experiencia vital no hay profesionalización. Pero no basta la experiencia: también se requieren ciertas habilidades o cualidades personales. Recuerdo que un estudiante me confesaba que le daba pavor tocar la puerta y empezar a hablar con la persona que quería entrevistar. El consejo era evidente: que mejor se dedicara a la historia. Con el cambio de carrera fue feliz: ahora pasa el tiempo revisando documentos sin tener que hablar con nadie, ni tener que probar bocadillos dudosos o dormir en el suelo como los antropólogos.
En efecto, la imagen que algunos antropólogos dan del trabajo de campo puede ser un poco deprimente, pero no deja de tener cierto exotismo. Según Lévi-Strauss:
Es preciso levantarse con el sol y quedarse despierto hasta que el último indígena caiga dormido. Inclusive a veces es necesario observarlo mientras duerme. U no debe esforzarse por pasar inadvertido, pero al mismo tiempo tiene que estar siempre presente. Se debe verlo todo, apuntarlo todo, dar muestras de una indiscreción humillante, mendigar para obtener información como un chamaco (1970).
Diría en otra ocasión: «Cuando se han perdido quince días con un grupo de indígenas sin conseguir sacar de ellos nada en claro, simplemente porque no les da la gana, uno llega a detestarlos» (en Barley, 1983: 7). La misma experiencia y la misma desesperación quedan evidentes en el famoso diario personal de Malinowski.
Pero Lévi-Strauss también reconoce que la curiosidad es mutua, como la de su informante, el jefe nambiquara:
[Cuya] curiosidad hacia nuestras costumbres y las que yo había podido observar en otras tribus no cede en nada a la mía. Con él el trabajo etnográfico jamás es unilateral, lo concibe como un intercambio de informaciones, y las que yo le proporciono son siempre bienvenidas… (1970: 307).
El carácter holístico de la etnografía requiere una visión amplia, una curiosidad infinita y un ejercicio sistemático de recolección de información, en el que se parte del principio de que todo es importante. En realidad, no se sabe qué es importante y qué no; sólo después, como diría Lévi-Strauss, cuando «toda la masa de materiales acumulados es tal, que no se entiende nada, todo se convierte en un revoltijo, es un desorden que ya no se puede controlar… Hay que hacer una pausa para asimilar la masa de materiales y ordenarlos» (en Mergeir, 2008).
Una primera fase en el proceso de ordenamiento o clasificación se hace con la revisión del diario de campo. Allí quedaron plasmadas las conversaciones, las observaciones y las entrevistas tal como se realizaron. En el diario, se trata de ser fiel a lo que se escuchó y lo que se observó. Allí suele estar todo. Las notas de campo son el tesoro más preciado del antropólogo; si las pierde, está perdido.
Un compañero era famoso por su obsesión por cuidar los diarios y prácticamente dormía con ellos. Recuerdo a otro colega que trabajaba con los aguarunas en el río Marañón y se pasó seis meses recolectando canciones, mitos y cuentos. Concluido el trabajo, decidíó regresar y se fue al río a esperar una canoa o una lancha que lo llevara de regreso. Como se puede imaginar, en esos lares no hay un servicio de transporte muy fluido. Después de días de angustia y de espera, vio a unos indígenas en balsa y se decidíó a viajar con, ellos río abajo. No había otra opción, pero también podría lograr, en ese viaje tan largo y aburrido, algunos materiales nuevos. En un trípode en medio de la balsa iban sus diarios, notas y grabaciones. Al llegar a un pongo (un rápido), la balsa se deshizo y de milagro el colega salvó la vida, pero sus notas fueron a parar al fondo del río. Huelga decir que nunca pudo concluir su tesis de doctorado.
El diario es la obsesión del antropólogo, como lo es el cúmulo de encuestas no capturadas para el sociólogo. El material de campo se consigue con trabajo arduo, sudor, desesperación y lágrimas. Recuerdo a Brian Roberts cuando investigaba de manera febril a lo largo de semanas. Finalmente, un día se sentó en una sala, pidió un scotch y elijo que había concluido la fase de recolección. Se le veía feliz.
EL ARTE DE NARRAR
La fase final de toda investigación es la presentación de resultados, que no tiene que seguir el orden de la pesquisa. Se trata también de un oficio, una práctica, un arte, lamentablemente muy difícil de enseñar y complicado de aprender a destiempo. Si no hay habilidades mínimas para redactar, esta fase puede convertirse en un verdadero suplicio. No se trata de hacer literatura, sino de presentar de manera coherente y legible un argumento. Hay que aprender a darle estructura a un artículo, a una tesis. Hay que saber introducir un tema, discutir con autores, presentar un argumento y concluir.
En antropología se reconoce a Malinowski como uno de los más grandes investigadores de campo, por haber desarrollado el método etnográfico a partir de su propia práctica de investigación, de su oficio. Pero también se le reconoce por la pluma. Según Lévi-Strauss, sus trabajos «son verdaderas obras maestras, por la sensibilidad aguda y el don literario con los que logra percibir y describir la vida de las sociedades indígenas» (Mergier, 2008). En efecto, son dos oficios necesarios: el de percibir y observar, el de describir y narrar.
En el campo de la historia también hay estupendos narradores, y en algunas instituciones se aprecian tanto la sapiencia y la sabiduría en diversas materias como la buena pluma. Es el caso de Alfonso Reyes, en El Colegio de México, quien destacó por su obra literaria, pero también por sus incursiones en la historia, el arte y el cine. De acuerdo con José de la Colina, Reyes «supo traer esa cultura universal a las páginas mexicanas. Lo hizo con un estilo llano, fácil de leer y agradable. Creo que esa fue su mayor virtud, su capacidad de poner en una prosa extraordinaria una cultura universal». Y según Francisco Prieto, Reyes «es un autor muy clásico que no requiere tener un diccionario a la mano para leerlo y comprenderlo. Estoy convencido de que a Reyes tan sólo hay que prestarle atención para gozarlo».
Cuenta Luis González, el discípulo literario más connotado de Reyes, que en El Colegio de México de aquellos tiempos se insistía mucho en la redacción y se utilizaban los textos de Azorín, claros y diáfanos, como modelos narrativos de los que había que aprender.
Una de las virtudes de los trabajos de Einstein se debe precisamente a su manera directa, clara y concisa de escribir y de plantear un argumento. Esto lo aprendíó en la oficina de patentes, donde trabajó años revisando propuestas cuya principal virtud debía ser la claridad.
En ocasiones hay que aprender a leer a autores consagrados que no se distinguen precisamente por la claridad de su prosa, pero tienen cosas importantes que decir. También se da el caso de que algunos temas requieran un mayor esfuerzo de comprensión por parte de quien lee. Pero la paciencia del lector tiene límites, y más aún, la de los profesores y dictaminadores. Si un artículo no está bien escrito, las probabilidades de que sea leído son mucho menores, y mayores las posibilidades de que sea rechazado.
No hay fórmulas mágicas al respecto, sólo la práctica permite mejorar y avanzar hasta llegar a tener, en el mejor de los casos, un estilo propio. Los modelos en el campo de las ciencias sociales son pocos. Una de las plumas más sofisticadas del medio académico es la del historiador Luis González, quien desarrolló un estilo muy propio, en el que la profundidad radica precisamente en la sencillez y la claridad. La rigurosidad histórica y el estilo campirano dan como resultado un estilo propio, digno de admirar, pero no de imitar.
Obviamente, hay reglas, trucos, estructuras básicas y consejos mínimos. Un profesor recordaba la receta y la estructura elemental de «sujeto, verbo complemento», que muchos estudiantes suelen evadir con pésimos resultados. La frase inicial de una novela es clave para el lector, pero puede ser una tortura para el escritor. Si ya desde el título el tema parece aburrido, críptico o mal planteado, no habrá muchas posibilidades de sumar lectores. Por eso se recomienda que para empezar un artículo o capítulo «hay que romper con los automatismos»; de ese modo se engancha al lector.
Recuerdo un artículo de Le Nouvel Observateur que empezaba más o menos así, en traducción libre y con memoria remota: «La eyaculación precoz ha hecho para el psicoanálisis lo que el psicoanálisis no ha hecho para la eyaculación precoz». La frase no sólo llamaba la atención, iba al grano y destilaba desde el inicio una crítica mordaz.
Lo mismo sucede con la oratoria. Recuerdo que un maestro comenzaba su conferencia con un volumen de voz muy bajo, que apenas se podía oír, y eso nos forzaba a los oyentes a prestarle atención. Los estadounidenses recomiendan empezar y terminar una conferencia con un chiste o una broma; a veces se ríen de ellos mismos, lo que resulta mejor que reírse de los espectadores.
Saber empezar y terminar un artículo es clave, ya que muchos lectores sólo acceden a estas dos partes. Poder introducir correctamente y concluir sabiamente son gajes del oficio. En el caso de este texto, debe «quedar en punta», como diría uno de mis profesores, es decir, sin cerrarlo, sin concluirlo, lo que se considera una limitación. Sin embargo, hay ocasiones en que no es posible o deseable concluir. Como espero que habrá podido apreciar el lector, el tema da para más, pero habrá que esperar a tiempos más tranquilos. Una primera versión siempre es un primer paso y una oportunidad para recibir comentarios, críticas y cuestionamientos.