Criterios de Intervención en el Patrimonio Arquitectónico del Siglo XX: Dilemas y Enfoques
1. Introducción: Algunas preguntas
Algunas obras ejemplares, de las que no cabe discusión sobre su pertenencia al Movimiento Moderno y su contribución a su consolidación, como son:
- El Sanatorio antituberculoso de Zonnestraal en Hilversum (1925)
- La Escuela de la Bauhaus en Dessau (1925)
- El Sindicato de obreros metalúrgicos en Berlín (1927)
- La Villa Savoye en Poissy (1928)
- El Pabellón de Alemania en Barcelona (1929)
- La Casa del Fascio en Como (1933)
- El Pabellón de España en París (1937)
- El Gobierno Civil de Tarragona (1957)
–por citar solo unos cuantos ejemplos–, han sido reformadas con posterioridad. Cabe la pregunta, ¿con qué criterios se ha intervenido? ¿Han sido los mismos en todos los casos? Si no fuera así, ¿cuáles han sido los que han prevalecido?
Sobre esta misma colección de ejemplos escogidos (que es susceptible de ampliarse), y tras las obras llevadas a cabo, caben otras preguntas de no menos interés, cuyas respuestas pueden contribuir a esclarecer la complejidad de los planteamientos ante la intervención en las obras modernas, para intuir que operar desde un único punto de vista quizá solo sea “objetivo” en el sentido de reflejar el “espíritu” de nuestro tiempo, y este Zeitgeist no responde a parámetros científicos. Más bien resulta consensuado: un proceso interactivo que deriva con el tiempo y sus contextos. ¿Son las obras resultantes las mismas que motivaron su consideración como ejemplos modélicos de referencia? ¿Es el Sanatorio de Hilversum tras su reconstrucción fiel al original? ¿Es la Villa Savoye, tras su abandono y restauración, la misma casa para vivir? ¿Mantiene su identidad la antigua sede del Sindicato de Berlín tras su rehabilitación? ¿Qué sentido tiene el Pabellón de Alemania de 1929 y el de España de 1937 reproducidos miméticamente cuando entre sus cometidos estaba el desaparecer al tiempo que las Exposiciones que los motivaron? Podríamos continuar. ¿Siguen siendo estas obras las mismas que en origen tras haber sido objeto de operaciones que tienden a su fosilización, lo cual es contradictorio con sus idearios iniciales de fin funcional con fecha de caducidad?
Sea mediante restauraciones (Bauhaus, Sindicato, Casa del Fascio, Gobierno Civil), mediante reconstrucciones parciales (Sanatorio, Villa Savoye) o totales (Pabellones de Alemania y España), los criterios de intervención que más se han tenido en cuenta en la mayoría de estas actuaciones han sido devolver el esplendor primigenio a las obras, regresarlas al origen, por lo menos en la forma. Resulta significativo que, salvo cuando la obra ya había desaparecido, las razones que han motivado las actuaciones son o su fatiga material o su fatiga funcional. Fatiga material por el avanzado deterioro debido, en muchos casos, a la debilidad de las soluciones constructivas empleadas en su día (las cuales no han podido resistir los embates del uso o el ambiente). Fatiga funcional porque el programa previsto se ha modificado y el edificio ni se ajusta al mismo o no puede cumplirlo deviniendo su obsolescencia de uso.
Esta doble circunstancia –el recurrir a soluciones constructivas que pronto se deterioran y el resolver un programa de necesidades ajustando la forma a dichas funciones (que dificulta un cambio de uso o la adaptación a uno distinto)– resulta consustancial a la arquitectura del Movimiento Moderno que tiene, en su razón de ser, el recurrir a soluciones tecnológicamente avanzadas (que continuamente avanzan y se sustituyen) y el que la función condicione de modo imperativo la forma, por lo que, superado el plazo estimado de durabilidad o agotado el uso, la arquitectura se degrada velozmente (por dos caminos que pueden sumar sus efectos), caduca y se vuelve obsoleta en sus fines. Tampoco esta arquitectura estaba pensada para perpetuarse más allá de su vida útil, una vida de ciclo corto. No pretendía ser un monumento físico del mismo modo que lo llegaba a ser la arquitectura histórica. Esta es una apreciación básica: la arquitectura del Movimiento Moderno parte de la condición de efímera desde su génesis, padece el síndrome “pabellón de exposición”: seis meses o idénticos lustros. Esta arquitectura dura menos que la vida de sus constructores y este es un asunto que cambia considerablemente respecto de la arquitectura histórica y que sí afecta al concepto de patrimonio.
Procede otra pregunta: ¿es la arquitectura del Movimiento Moderno patrimonio histórico y cultural? Si lo es, ¿existe alguna diferencia, como patrimonio arquitectónico, entre esta arquitectura moderna y la arquitectura histórica que le precedió? Si puede considerarse que ambos tipos son portadores de los valores culturales de la época en la que se pensaron y se construyeron, ¿por qué se aplican criterios distintos de intervención en cada caso? ¿Por qué en las intervenciones sobre el patrimonio histórico prima el diferenciar claramente el tiempo de la actuación mientras que las intervenciones sobre la arquitectura moderna tienden a la reconstrucción arqueológica, a borrar las huellas del tiempo? ¿Cuánto no hay de contrario a los fundamentos del Movimiento Moderno en esta actitud? Quizás haya llegado el momento de que las intervenciones evidencien el tiempo pasado porque el pasado ya ha sucedido, pero la Historia la construimos hoy y se construye, también, con las decisiones que tomamos respecto de qué obras proteger, conservar y cómo intervenirlas.
2. Razones de la reconstrucción a origen
Desde hace poco más de un cuarto de siglo, cuando se interviene arquitectura significativa del Movimiento Moderno, se tiende a la reconstrucción arqueológica, incluyendo la mejora constructiva respecto de la obra original y, en una mayoría de casos, un cambio de uso o destino. Sin embargo, este criterio queda proscrito por la última Carta de Cracovia (2000) para las actuaciones sobre el patrimonio arquitectónico ya que, según la misma, “debe evitarse la reconstrucción en ‘el estilo del edificio’ de partes enteras del mismo”. El texto, que recoge el consenso de los expertos en restauración, solo admite como legítima la reconstrucción de una parte concreta cuando “esta se base en documentación precisa e indiscutible”. No se acepta la reconstrucción total de un inmueble salvo en casos concretos: cuando este ha desaparecido por alguna causa traumática como un desastre natural o una guerra, lo cual se justifica en la recuperación de la memoria más inmediata. La desaparición de una pieza del patrimonio de un modo rápido, difícil de asimilar por las gentes –lo que requiere tiempo–, provoca una pérdida en la memoria por la desaparición de la referencia en la que se entretejen los recuerdos y las vivencias asociadas a dicho elemento que pasa al olvido abruptamente y, con él, se genera una amnesia en la sociedad afectada. John Ruskin lo decía de un modo más poético y sencillo: necesitamos de la arquitectura para recordar.
Sin embargo, es evidente que ninguno de los ejemplos enunciados ha desaparecido de modo traumático, por lo que, su reconstrucción y/o restauración a origen –tanto más apreciada cuanto más fiel resulta al original– no se ha ajustado a estos criterios marco. Entre las razones de las vueltas al origen podríamos argumentar: (1) la consideración de que se trata de arquitecturas muy distintas (la histórica y la moderna), (2) que el Movimiento Moderno no constituye propiamente patrimonio o (3) que entre el tiempo en que se ejecutaron estas obras y el tiempo actual no han mediado cambios y que seguimos en el mismo tiempo “arquitectónico”. Analicemos con un poco más de detalle estos aspectos.
El primero es el relativo a la diferencia entre las arquitecturas histórica y moderna. En este sentido, es muy probable que la Carta de Cracovia esté pensada más como un conjunto de criterios para guiar las intervenciones sobre el patrimonio histórico que sobre el moderno. La frontera temporal entre ambos podríamos situarla justo en el momento en que se gesta y nace la arquitectura del Movimiento Moderno, en el periodo de entreguerras, hace casi un siglo. Algo de esta idea parece subyacer en el texto de la declaración cuando insiste en la diferenciación entre la obra nueva que se introduzca respecto de lo existente, para evidenciar “la arquitectura y el arte contemporáneos en los añadidos”. Parece razonable que si se recurre a “lo contemporáneo” para diferenciar las actuaciones en “lo histórico”, a priori, ambas se están considerando claramente distintas y, en lógica correspondencia, los criterios de actuación sobre cada una de ellas puede variar. Diferentes modos de actuar para arquitecturas distintas. Obviamente, las referencias aquí se hacen a la Carta de Cracovia porque en esta culmina la evolución –hasta el momento presente– de todo un siglo de debates y consensos en torno a unos criterios básicos para restaurar las arquitecturas constituyentes del patrimonio arquitectónico portador de valores histórico-artísticos. Criterios que han ido acoplándose a las nuevas sensibilidades y que se recogieron en su día en la Carta de Venecia de 1964 y la Carta de Ámsterdam de 1975.
Un segundo aspecto sería el relativo a la consideración de si la arquitectura moderna constituye patrimonio portador de valores en el mismo sentido que se considera “patrimonio” en la Carta de Cracovia. Pudiese ser que esta definición no sea apropiada para los casos conjurados, es decir, que la arquitectura del Movimiento Moderno no encaje en el mismo e idéntico sentido patrimonial que las obras históricas. Para la Carta, patrimonio es “el conjunto de las obras del hombre en las cuales una comunidad reconoce sus valores específicos y particulares y con los cuales se identifica. La identificación y la especificación del patrimonio es por tanto un proceso relacionado con la elección de valores”. Dado que la arquitectura del Movimiento Moderno se interviene sin avenirnos a los criterios de la Carta, cabría suponer que no la consideramos propiamente patrimonio porque (y ello iría implícito en esta actitud) no nos generaría identidad. En este supuesto podemos reconstruirlo arqueológicamente o mutilarlo según nuestra conveniencia, ya que carece de valores relevantes. Claro que esto no es exactamente así: la arquitectura moderna sí genera identidad y sí constituye patrimonio, pero con sus propias especificidades que no fueron contempladas en la Carta de Cracovia que vela, básicamente, por la arquitectura histórica, donde deposita sus preocupaciones y pone sus objetivos.
Puede ser que la arquitectura del Movimiento Moderno todavía no haya generado suficiente identidad o que esta sea aún débil –entre otras razones por su debilidad material y por la facilidad con que se destruye–, por lo que se hace necesario que los ejemplos más relevantes de esta arquitectura no desaparezcan y sean dados a conocer (se conserven) en su estado original, alterados mínimamente. En este supuesto sí se entienden las restauraciones a origen, ya que la intención pasa por convertir las propias obras en ejemplos de referencia, en iconos de una nueva era que genera sus propias sendas de peregrinación. La restauración al punto de partida (o la reconstrucción) pretende, en muchas ocasiones, conservar los bienes en un proceso que oscila entre la fosilización y la consolidación como hito visitable. Solo alargando la vida útil de las obras elegidas –mejorando la calidad de las soluciones técnicas empleadas en su momento– es posible mantenerlas igual que el primer día, o en mejores condiciones aún, porque se fortalecen al intervenirlas sin por ello modificar su apariencia, tanto externa como interna, para que muestren sus cualidades primigenias, entre las que destacan básicamente las formales. Estos nuevos símbolos, ahora, ya no son exactamente lo que fueron, porque en ellos el uso inicial se ha sustituido por otro distinto que hace que en la obra se congele el tiempo en un estado idealizado que asemeja un fósil que atestigua un pretérito cercano, aunque pasado.
El tercer aspecto es el que plantearía que las obras del patrimonio arquitectónico moderno estarían exentas de diferenciar lo existente de lo intervenido, lo viejo de lo nuevo, borrando las huellas del tiempo al considerar que modernidad y contemporaneidad serían lo mismo. De este modo se legitimarían los criterios de reconstrucción arqueológica por entender que se trata de una misma arquitectura la obra primitiva y la intervención reciente (por ejemplo: las Figs. 1 y 2 que se acompañan del Sanatorio Zonnestraal). Pero parece que este planteamiento roza un extremo complejo: assume que los tiempos coinciden, que las arquitecturas de entonces y las de ahora responden a un mismo cuadro ideológico, social, económico, cultural y artístico. Se trata de una identificación un tanto aséptica que desliza sobre las topografías de la forma y el espacio. Las reconstrucciones arqueológicas se justifican, aunque hayan transcurrido 50 o 100 años, porque el tiempo de entonces se prolonga hasta el momento presente al asumir que el proyecto de la modernidad aún no ha finalizado y la mejor prueba de ello es la vigencia y validez de aquellas fórmulas construidas que hoy nos afanamos en darles brillo y esplendor como si fuera para ellas el primer día. Como si estas obras viviesen en un presente eterno, negándose a envejecer.
Todo resulta demasiado complejo en un panorama que debía ser más claro y sencillo. Las mismas pautas no sirven por igual para las arquitecturas histórica y moderna. Primero porque, efectivamente, la Carta de Cracovia no se plantea prioritariamente la intervención y salvaguarda del Movimiento Moderno; sus objetivos son los acontecimientos y entornos históricos. Ello no suprime ni memoria, ni historia, ni valor patrimonial a la arquitectura moderna, solo que esta es portadora de otros valores menos duraderos y, quizás, más cambiantes, como reflejo de los tiempos en que se gestó y desarrolló, y todavía lo sigue haciendo según algunos autores, aunque otros ya no piensan así. En este sentido, en el de identificar si el tiempo de entreguerras y el tiempo presente es uno solo que se reconoce como tal a pesar de los cambios, parece que los casi 100 años transcurridos señalan que la sociedad transita por otros derroteros y no comparte las mismas ideas. Los filósofos y los intelectuales ya nos han advertido de los grandes cambios que han tenido lugar, tanto en Occidente como en el resto del mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y que han venido a finiquitar la modernidad dando paso a la posmodernidad. Otro tanto ha venido sucediendo en el campo de la ciencia, donde las nuevas teorías con grados de certidumbre han puesto en crisis las mismas bases de la ciencia “clásica” determinista que está siendo ampliada, y en parte sustituida, por muchos de los nuevos descubrimientos que muestran una realidad de la naturaleza y de la sociedad más compleja. Es decir: para “los otros”, los pensadores, nos encontramos en momentos distintos de la Humanidad. Estos cambios, quizás, debieran reflejarse en las obras.
3. Del presente eterno al paso del tiempo
Son muchas las causas por las que las obras del Movimiento Moderno se deterioran. Entre ellas hemos citado dos como las más relevantes: la fatiga material (o constructiva) y la fatiga funcional (u obsolescencia de uso). La primera se vincula al empleo de técnicas novedosas en su día que pronto han devenido en limitadas para sus fines y han sido sustituidas por nuevas y mejores tecnologías (en materiales, sistemas constructivos e instalaciones más efectivas). La segunda resulta del ajustado encaje de la obra, en su forma, a un programa dado que, más tarde o más pronto, se cambia, modifica o varía: alterada o finalizada la función el edificio carece de destino y sentido. Ambas fatigas son muy consustanciales a los fundamentos de la primera arquitectura del Movimiento Moderno cuya vocación de permanencia más allá de su periodo de vida útil no entraba entre sus objetivos. Su intención era la de servir a un uso concreto en un tiempo limitado. De aquí que se plantee una paradoja al pretender recuperar todas las obras en su estado inicial, situación que no puede cumplirse sin modificar las soluciones constructivas (para adaptarse a las exigencias actuales) y sin alterar sus condiciones de uso. ¿Hasta qué punto la nueva pieza, reconstruida o restaurada, se puede considerar idéntica a la primigenia y hasta qué punto conserva sus intenciones y es un fiel reflejo del espíritu de su tiempo? ¿A qué tiempo ha de referirse? ¿Al de su construcción primera o al de su restauración?
Parece obvio que los criterios de intervención sobre el patrimonio histórico (donde se evita la reconstrucción y se diferencia la nueva intervención) no parecen fácilmente trasladables a la recuperación de la arquitectura moderna. Pero limitarnos a restaurar y reconstruir, incluso con su casi siempre necesaria rehabilitación, nos aboca a una contradicción entre muchos de los planteamientos de la arquitectura moderna y nuestro modo de pensar, que no coincide con el de aquellos. Recuperar un continuo presente impide constatar el tiempo: mientras las personas envejecen y la sociedad cambia, estos hitos se convierten en monumentos ajenos al paso del tiempo, se perpetúan fosilizados, con el tiempo detenido.
Admitimos que las arquitecturas histórica y moderna son claramente distintas, por lo que deben ser intervenidas de modo diferente. Admitimos que cada una constituye un patrimonio que genera distintas identidades, cada una como reflejo de los valores de las sociedades que las generó: la arquitectura histórica conforma una memoria estable mientras la arquitectura moderna describe una memoria de acontecimientos cambiantes. Es precisamente esta especificidad de servir a una transitoriedad la que más justifica las restauraciones y reconstrucciones arqueológicas a origen. Si no se fijaran ciertas obras de arquitectura moderna en unos tiempos donde todo cambia, no quedarían vestigios del pasado reciente que se devora a sí mismo y se sustituye continuamente sin dejar más huellas que la transformación de nuestro entorno. Devolver el esplendor a las obras –que necesariamente pasa por su actualización técnica que tiende a aumentar y prolongar su vida– sirve para consolidar, mediante hitos e iconos, una etapa del pasado que se pretende presente. Aquí radica una cierta contradicción: si fueran auténtico presente, quizás estas obras no necesitasen de este esfuerzo de perpetuarse que las convierte en monumentos, en los testigos decisivos de un pasado próximo.
Existe una cierta actitud romántica en esta obsesión por fosilizar, más consistente al reconstruir que al restaurar arqueológicamente. Porque, inevitablemente, en este proceso (que se pliega a las exigencias de adecuación técnica) se idealizan unas formas que se descontextualizan en parte de su propio tiempo. Unas formas que se vacían de sus contenidos primitivos y devienen iconos más formales que ideológicos (¿representa hoy el Pabellón de Barcelona a aquella Alemania de 1929?). Y como iconos que evocan un tiempo pasado –que se pretende presente continuo– renuncian a su condición efímera y a su inicial fecha de caducidad. La devolución de las obras modernas a un presente sin tiempo, a una continua aparente novedad, corre el peligro de desubicarlas en el tiempo real al terminar viviendo en un tiempo virtual. Borrar las huellas del tiempo de la arquitectura moderna impide que se las sitúe adecuadamente en el devenir del tiempo y de la historia. Acusar el tiempo no es volverse ruina. El tiempo debería reflejarse en las obras o las obras dejarán de ser de nuestro tiempo, habitarán una dimensión virtual.