La sociedad como realidad objetiva
a) Organismo y actividad
El hombre ocupa una posición peculiar dentro del reino animal. No existe un mundo del hombre en el mismo sentido en que es posible hablar de un mundo de los perros o de los caballos. En este sentido, todos los animales no humanos, como especies y como individuos, viven en mundos cerrados cuyas estructuras están predeterminadas por el capital biológico de las diversas especies animales. Ciertos desarrollos importantes del organismo, que en el caso del animal se completan dentro del cuerpo de la madre, en la criatura humana se producen después de separarse del seno materno. Cuando eso sucede, empero, ya la criatura humana no solo se halla en el mundo exterior sino también interrelacionada con él de diversas maneras complejas. De ese modo el organismo humano aún se sigue desarrollando biológicamente cuando ya ha entablado relación con su ambiente. Este enunciado cobra significación si se piensa que dicho ambiente es tanto natural como humano. O sea, que el ser humano en proceso de desarrollo se interrelaciona no solo con un ambiente natural determinado, sino también con un orden cultural y social específico mediatizado para él por los otros significantes a cuyo cargo se halla. No solo la supervivencia de la criatura humana depende de ciertos ordenamientos sociales: también la dirección del desarrollo de su organismo está socialmente determinada. Afirmar que las maneras de ser y de llegar a ser hombre son tan numerosas como las culturas del hombre, es un lugar común en la etnología. En otras palabras, no hay naturaleza humana en el sentido de un substrato establecido biológicamente que determine la variabilidad de las formaciones socio-culturales. Solo hay naturaleza humana en el sentido de ciertas constantes antropológicas (por ejemplo, la apertura al mundo y la plasticidad de la estructura de los instintos 1 que delimitan y permiten sus formaciones socio-culturales. Si bien es posible afirmar que el hombre posee una naturaleza, es más significativo decir que el hombre construye su propia naturaleza o, más sencillamente, que el hombre se produce a sí mismo. Aun cuando el hombre posee impulsos sexuales comparables a los de los demás mamíferos superiores, la sexualidad humana se caracteriza por su alto grado de elasticidad, que no solo es relativamente independiente de los ritmos temporales, sino que se adapta tanto a los objetos hacia los que puede dirigirse como a sus modalidades de expresión. Al mismo tiempo, claro está, la sexualidad humana está dirigida y a veces estructurada rígidamente en cada cultura particular. La relatividad empírica de estas configuraciones, su enorme variedad y rica inventiva, indican que son producto de las propias formaciones socio-culturales del hombre más que de una naturaleza humana establecida biológicamente. La formación del yo debe, pues, entenderse en relación con el permanente desarrollo del organismo y con el proceso social en el que los otros significativos median entre el ambiente natural y el humano. Los presupuestos genéticos del yo se dan, claro está, al nacer, pero no sucede otro tanto con el yo tal cual se experimenta más tarde como identidad reconocible subjetiva y objetivamente. Los mismos procesos sociales que determinan la plenitud del organismo producen el yo en su forma particular y culturalmente relativa. El carácter del yo como producto social no se limita a la configuración particular que el individuo identifica como él mismo (por ejemplo, como «hombre» de la manera particular con que esta identidad se define y se forma en la cultura en cuestión), sino al amplio equipo psicológico que sirve de apéndice a la configuración particular (por ejemplo, emociones, actitudes y aun reacciones somáticas, varoniles’). El desarrollo común del organismo y el yo humanos en un ambiente socialmente determinado se relaciona con la vinculación peculiarmente humana entre el organismo y el yo. Esta vinculación es excéntrica. Por una parte, el hombre es un cuerpo, lo mismo que puede decirse de cualquier otro organismo animal; por otra parte, tiene un cuerpo, o sea, se experimenta a sí mismo como entidad que no es idéntica a su cuerpo, sino que, por el contrario, tiene un cuerpo a su disposición. En otras palabras, la experiencia que el hombre tiene de sí mismo oscila siempre entre ser y tener un cuerpo, equilibrio que debe recuperarse una y otra vez. Dicha excentricidad de la experiencia que tiene el hombre de su propio cuerpo provoca ciertas consecuencias para el análisis de la actividad humana como comportamiento en el ambiente material y como externalizacion de significados subjetivos.
De lo dicho surge claramente que el enunciado de que el hombre se produce a sí mismo no implica de manera alguna una suerte de visión prometeica del individuo solitario. La auto-producción del hombre es siempre, y por necesidad, una empresa social. Los hombres producen juntos un ambiente social con la totalidad de sus formaciones socio-culturales y psicológicas. Ninguna de estas formaciones debe considerarse como un producto de la constitución biológica del hombre, la que, como ya se dijo, proporciona solo los límites exteriores para la actividad productiva humana. Así como es imposible que el hombre se desarrolle como tal en el aislamiento, también es imposible que el hombre aislado produzca un ambiente humano. El ser humano solitario es ser a nivel animal (lo cual comparte, por supuesto, con otros animales). Tan pronto como se observan fenómenos específicamente humanos, se entra en el dominio de lo social. El organismo humano carece de los medios biológicos necesarios para proporcionar estabilidad al comportamiento humano. La existencia humana se desarrolla empíricamente en un contexto de orden, dirección y estabilidad. Cabe, pues, preguntarse: ¿de dónde deriva la estabilidad del orden humano que existe empíricamente? La respuesta puede darse en dos planos. En primer término, podemos señalar el hecho evidente de que todo desarrollo individual del organismo está precedido por un orden social dado; o sea, que la apertura al mundo, en tanto es intrínseca a la construcción biológica del hombre, está siempre precedida por el orden social. En segundo término, podemos decir que la apertura al mundo, intrínseca biológicamente a la existencia humana, es siempre transformada y es fuerza que así sea por el orden social en una relativa clausura al mundo. puede no obstante proporcionar casi siempre dirección v estabilidad a la mayor parte del comportamiento humano. Podemos preguntarnos de qué manera surge el propio orden social.
La respuesta más general a esta pregunta es que el orden social es un producto humano, o. más exactamente, una producción humana constante, realizada por el hombre en el curso de su continua externalización. El orden social no se da biológicamente ni deriva de datos- biológicos en sus manifestaciones empíricas. Huelga agregar que el orden social tampoco se da en el ambiente natural, aunque algunos de sus rasgos particulares puedan ser factores para determinar ciertos rasgos de un orden social (por ejemplo, sus ordenamientos económicos o tecnológicos). El orden social no forma parte de la «naturaleza de las cosas» y no puede derivar de las «leyes de la naturaleza». Existe solamente como producto de la actividad humana. Tanto por su génesis (el orden social es resultado de la actividad humana pasada), como por su existencia en cualquier momento del tiempo (el orden social solo existe en tanto que la actividad humana siga produciéndolo), es un producto humano.
Si bien los productos sociales de la externalización humana tienen un carácter sui generis en oposición al contexto de su organismo y de su ambiente, importa destacar que la externalización en cuanto tal constituye una necesidad antropológica. La inestabilidad inherente al organismo humano exige como imperativo que el hombre mismo proporcione un contorno estable a su comportamiento; él mismo debe especializar y dirigir sus impulsos. Estos hechos biológicos sirven como presupuesto necesario para la producción del orden social. En otras palabras, aunque ningún orden social existente pueda derivar de datos biológicos, la necesidad del orden social en cuanto tal surge del equipo biológico del hombre.
Toda actividad humana está sujeta a la habituación. Todo acto que se repite con frecuencia, crea una pauta que luego puede reproducirse con economía de esfuerzos y que ipso facto es aprehendida como pauta por el que la ejecuta. Esto es válido tanto para la actividad social como para la que no lo es. En otras palabras, aun el hombre solitario tiene por lo menos la compañía de sus procedimientos operativos. Las acciones habitualizadas retienen, por supuesto, su carácter significativo para el individuo, aunque los significado que entrañan llegan a incrustarse como rutinas en su deposito general de conocimiento que da por establecido y que tiene a su alcance para sus proyectos futuros la habituación comporta la gran ventaja psicológica de restringir las opciones.
De acuerdo con los significados otorgados por el hombre a su actividad, la habituación torna innecesario volver a definir cada situación de nuevo, paso por paso. Estos procesos de habituación anteceden a toda institucionalización, y en realidad hasta pueden aplicarse a un hipotético individuo solitario, separado de cualquier interacción social. Por el momento, no nos concierne el hecho de que aun ese individuo solitario, suponiendo que haya sido formado como un yo (como sería el caso del que construye la canoa con ramas) habitúa su acción de acuerdo con la experiencia biográfica de un mundo de instituciones sociales anterior a su soledad. Empíricamente, la parte más importante de la habituación de la actividad humana se desarrolla en la misma medida que su institucionalización. Las tipificaciones de las acciones habitualizadas que constituyen las instituciones, siempre se comparten, son accesibles a todos los integrantes de un determinado grupo social, v la institución misma tipifica tanto a los actores individuales como a las acciones individuales. Por ejemplo, la institución de la ley establece que las cabezas se corten de maneras especificas en circunstancias específicas, y que las corten tipos específicos de individuos (por ejemplo, verdugos, o miembros de una casta impura, o vírgenes de una edad determinada, o los que hayan sido designados por un oráculo).
Asimismo, las instituciones implican historicidad y control. Las instituciones, por el hecho mismo de existir, también controlan el comportamiento humano estableciendo pautas definidas de antemano que lo canalizan en una dirección determinada, en oposición a las muchas otras que podrían darse teóricamente. Como volveremos a ver más adelante, el control social primordial ya se da de por sí en la vida de la institución en cuanto tal. Decir que un sector de actividad humana se ha institucionalizado va es decir que ha sido sometido al control social. Por lo tanto, casi es un absurdo decir que la sexualidad humana se controla socialmente decapitando a ciertos individuos; más bien, la sexualidad humana se controla socialmente por su institucionalización en el curso de la historia particular de que se trate. Supongamos que dos personas provenientes de mundos sociales Completamente distintos empezaran a interactuar. Cuando A v B interactúen, como quiera que lo hagan, se producirán tipificaciones con suma rapidez. Atribuirá motivos a los actos de B y, viendo que se repiten, tipificará los motivos como recurrentes. Desde un principio, tanto A como B supondrán esta reciprocidad en la tipificación.
Vale decir que A se apropiará interiormente de los «roles» reiterados de B y los tomará como modelo para el desempeño de los suyos propios. Por ejemplo, el «rol» de B en la actividad de preparar alimentos no solo está tipificado en cuanto tal por A, sino que también interviene como elemento constitutivo de su propio «rol» en la misma actividad. En este punto es posible preguntarse qué ventaja reporta dicho proceso a los dos individuos. Esto significa que los dos individuos están construyendo un trasfondo en el sentido ya mencionado, que les servirá para estabilizar sus acciones separadas y su interacción. En otras palabras, estará en vía de construcción un mundo social que contendrá en su interior las raíces de un orden institucional en expansión.
Generalmente todas las acciones que se repiten una o más veces tienden a habitualizarse en cierto grado, así como todas las acciones observadas por otro entrañan necesariamente cierta tipificación por parte de éste. Sin embargo, para que se produzca la clase de tipificación recíproca que acabamos de describir, debe existir una situación social continua en la que las acciones habitualizadas de dos o más individuos se entrelacen. ¿Qué acciones tenderán a esta tipificación recíproca?
En general, aquellas acciones que incumben tanto a A como a B dentro de su situación común. En este proceso la institucionalización se perfecciona. Esto significa que las instituciones que ahora han cristalizado (por ejemplo, la paternidad, tal como se presenta a los hijos) se experimentan como existentes por encima y más allá de los individuos a quienes «acaece» encarnarlas en ese momento. En otras palabras, las instituciones se experimentan ahora como si poseyeran una realidad propia, que se presenta al individuo como un hecho externo y coercitivo. Pero todo esto se altera en el proceso de transmisión a la nueva generación. La objetividad del mundo institucional «se espesa» y «se endurece», no solo para los hijos, sino (por efecto reflejo) también para los padres. Para los hijos, el mundo que les han transmitido sus padres no resulta transparente del todo; puesto que no participaron en su formación, se les aparece como una realidad dada que, al igual que la naturaleza, es opaca al menos en algunas partes. Una vez llegados a este punto ya es posible hablar, en cierta manera, de un mundo social en el sentido de una realidad amplia y dada que enfrenta al individuo de modo análogo a la realidad del mundo natural. Solamente así, como mundo objetivo, pueden las formaciones sociales transmitirse a la nueva generación. Si consideramos el factor más importante de socialización, el lenguaje, vemos que para el niño aparece como inherente a la naturaleza de las cosas y no puede captar la noción de su convencionalismo. Una cosa es como se la llama, y no podría llamársela de otra manera. Todas las instituciones aparecen en la misma forma, como dadas, inalterables y evidentes por sí mismas.
Aun en nuestro ejemplo empíricamente improbable de los padres que hubiesen construido un mundo institucional de novo, la obietividad de ese mundo aumentará para ellos por la socialización de sus hijos, ya que la objetividad experimentada por los hijos volvería a reflejarse sobre su propia experiencia de este mundo. Empíricamente, por supuesto, el mundo institucional transmitido por la mayoría de los padres ya posee el carácter de realidad histórica y objetiva.
Un mundo institucional, pues, se experimenta como realidad objetiva, tiene una historia que antecede al nacimiento del individuo y no es accesible a su memoria biográfica. Esta historia de por sí, como tradición de las instituciones existentes, tiene un carácter de objetividad.
La biografía del individuo se aprehende como un episodio ubicado dentro de la historia objetiva de la sociedad. Las instituciones, en cuanto facticidades históricas y objetivas, se enfrentan al individuo como hechos innegables. La realidad objetiva de las instituciones no disminuye si el individuo no comprende el propósito o el modo de operar de aquéllas. Por experiencia, grandes sectores del mundo social pueden resultarle incomprensibles, quizá oprimentes en su opacidad, pero siempre reales. Dado que las instituciones existen como realidad externa, el individuo no puede comprenderlas por introspección: debe «salir» a conocerlas. asi como debe aprender a conocer la naturaleza. Esto sigue siendo válido, aunque el mundo social, como realidad de producción humana, sea potencialmente comprensible como no puede serlo el mundo natural.
Tiene importancia retener que la objetividad del mundo institucional, por masiva que pueda parecerle al individuo.
El proceso por el que los productos externalizados de la actividad humana alcanzan el carácter de objetividad se llama objetivación. El mundo institucional es actividad humana objetivada, así como lo es cada institución de por sí. En otras palabras, a pesar de la objetividad que caracteriza al mundo social en la experiencia humana, no por eso adquiere un status ontológico separado de la actividad humana que la produjo. Más adelante nos ocuparemos de la paradoja que consiste en que el hombre sea capaz de producir un mundo que luego ha de experimentarse como algo distinto de un producto humano. Por el momento es importante destacar que la relación entre el hombre, productor, y el mundo social, su producto, es y sigue siendo dialéctica. Vale decir, que el hombre (no aislado, por supuesto, sino en sus colectividades) y su mundo social interactúan. El tercer momento de este proceso, que es la internalización (por la que el mundo social objetivado vuelve a proyectarse en la conciencia durante la socialización) lo trataremos en detalle más adelante. Cada uno de ellos corresponde a una caracterización esencial del mundo social. La sociedad es un producto humano. La sociedad es una realidad objetiva. El hombre es un producto social.
Tal vez ya sea también evidente que un análisis del mundo social que omita cualquiera de esos tres momentos resultará distorsionado. Podría agregarse que solo con la transmisión del mundo social a una nueva generación (o sea, la internalización según se efectúa en la socialización) aparece verdaderamente la dialéctica social fundamental en su totalidad. Repetirnos, solo al aparecer una nueva generación puede hablarse con propiedad de un mundo social. También al llegar a este punto el mundo institucional requiere legitimación, o sea, modos con que poder «explicarse» y justificarse. Como ya hemos visto, la realidad del mundo social adquiere mayor masividad en el curso de su transmisión. Esta realidad, empero, es histórica y la nueva generación la recibe como tradición más que como recuerdo biográfico. En nuestro ejemplo paradigmático, A y B, creadores originales del mundo social, pueden siempre reconstruir las circunstancias en las que se estableció su mundo y cualquiera de las partes de éste. Se sigue que el orden institucional en expansión elabora una cubierta correlativa de legitimaciones, extendiendo sobre ella una capa protectora de interpretación tanto cognoscitiva como normativa. Estas legitimaciones son aprendidas por las nuevas generaciones durante el mismo proceso que las socializa dentro del orden institucional. Más adelante volveremos sobre este punto con más detalle. Una vez que las instituciones han llegado a ser realidades divorciadas de su relevancia originaria en los problemas sociales concretos de los cuales surgieron, hay probabilidades de que se desvíen de los cursos de acción «programados» institucionalmente. Las instituciones invocan y deben invocar autoridad sobre el individuo, con independencia de los significados subjetivos que aquél pueda atribuir a cualquier situación particular.
En principio, la institucionalización puede producirse en cualquier zona de comportamiento de relevancia colectiva. Las habituaciones engendradas como resultado de la relevancia A-B no tienen por qué relacionarse con las engendradas por las relevancias mutuas B-C y C-A. En otras palabras, pueden producirse tres procesos de habituación o institucionalización incipiente, sin que se integren funcional o lógicamente como fenómenos sociales. Igual razonamiento cabe en el caso de que A, B y C se planteen como colectividades más que como individuos, sin tener en cuenta el contenido que podrían tener sus relevancias mutuas. Asimismo la integración funcional o lógica no puede suponerse a priori cuando los procesos de habituación o de institucionalización se limitan a los mismos individuos o colectividades, más que a los casos aislados de nuestro ejemplo. Por otra parte, muchas áreas de comportamiento serán relevantes solo para ciertos tipos.
Esto entraña una diferenciación incipiente, al menos para la manera en que a estos tipos se les asigna cierto significado relativamente estable, hecho que puede basarse en diferencias pre-sociales, como el sexo, por ejemplo, o en diferencias producidas en el curso de la interacción social, como las que engendra la división del trabajo.
Cuando el individuo reflexiona sobre los momentos sucesivos de su experiencia, tiende a encajar sus significados dentro de una estructura biográfica coherente. Esta tendencia va en aumento a medida que el individuo comparte sus significados y su integración biográfica con otros. Como quiera que sea, nuestra argumentación no descansa en esas suposiciones antropológicas, sino más bien en el análisis de la reciprocidad significativa en procesos de institucionalización. La lógica no reside en las instituciones y sus funcionalidades externas, sino en la manera como éstas son tratadas cuando se reflexiona sobre ellas. Dicho de otro modo, la conciencia reflexiva superpone la lógica al orden institucional.
El lenguaje proporciona la superposición fundamental de la lógica al mundo social objetivado. Sobre el lenguaje se construye el edificio de la legitimación, utilizándolo como instrumento principal. La «lógica» que así se atribuye al
orden institucional es parte del acopio de conocimiento sociaimente disponible y que, como tal, se da por establecido.
Dado que el individuo bien socializado «sabe» que su mundo social es un conjunto coherente, se verá obligado a explicar su buen o su mal funcionamiento en términos de dicho »conocimiento». Pero su integración no es un imperativo funcional para los procesos sociales que las producen, sino que más bien se efectúa por derivación. Los individuos realizan arciones institucionalizadas aisladas dentro del contexto de su biografía. Esta biografía es un todo meditado en el que las acciones discontinuas se piensan, no como hechos aislados sino como partes conexas de un universo subjetivamente significativo cuyos significados no son específicos para el individuo, sino que están articulados y se comparten socialmente. Si la integración de un orden institucional puede entenderse solo en términos del «conocimiento» que sus miembros tienen de él, sigúese de ello que el análisis de dicho «conocimiento» será esencial para el análisis del orden institucional en cuestión. El conocimiento primario con respecto al orden institucional se sitúa en el plano pre-teórico: es la suma total de lo que «todos saben» sobre un mundo social, un conjunto de máximas, moralejas, granitos de sabiduría proverbial, valores y creencias, mitos, etc., cuya integración teórica exige de por sí una gran fortaleza intelectual, como lo atestigua la extensa nómina de heroicos integradores desde Homero hasta los más recientes constructores de sistemas sociológicos. Dado que dicho conocimiento se objetiva socialmente como tal, o sea, como un cuerpo de verdades válidas en general acerca de la realidad, cualquier desviación radical que se aparte del orden institucional aparece como una desviación de la realidad, y puede llamársela depravación moral, enfermedad mental, o ignorancia a secas. Si bien estas distinciones sutiles gravitarán, como es obvio, en el tratamiento del desviado, comparten todas un status cognoscitivo inferior dentro del mundo social particular, que de esta manera se convierte en el mundo tout court. En este sentido, el conocimiento se halla en el corazón de la dialéctica fundamental de la sociedad: «programa» los canales en los que la externalización produce un mundo objetivo; objetiviza este mundo a través del lenguaje y del aparato cognoscitivo basado en el lenguaje, vale decir, lo ordena en objetos que han de aprehenderse como realidad. Se internaliza de nuevo como verdad objetivamente válida en el curso de la socialización. El conocimiento rela tivo a la sociedad es pues una realización en el doble sentido de la palabra: como aprehensión de la realidad social objetiva y como producción continua de esta realidad. Por ejemplo, en el curso de la división del trabajo se forma un cuerpo de conocimiento referido a la actividad particular de que se trata. En su base lingüística, este conocimiento ya es indispensable para la «programación» institucional de esas actividades económicas. Este conocimiento sirve como fuerza canalizadora y controladora de por sí, ingrediente indispensable de la institucionalización de esta área de conducta. Como la institución de la caza se cristaliza y persiste en el tiempo, ese mismo cuerpo de conocimiento sirve como descripción objetiva (y dicho sea de paso, verif¡cable empíricamente) de aquélla. No necesitamos detallar que «verificación empírica» y «ciencia» no se entienden aquí en el sentido de cánones científicos modernos, sino más bien en el de conocimientos confirmados por la experiencia y que en lo sucesivo pueden organizarse sistemáticamente como cuerpo de conocimiento.
A su vez este mismo cuerpo de conocimiento se transmite a la generación inmediata, se aprende como verdad objetiva en el curso de la socialización y de ese modo se internaliza como realidad subjetiva. A su vez esta realidad puede formar al individuo. Producirá un tipo específico de persona, llamado el cazador, cuya identidad y biografía como tal tienen significado solamente en un universo constituido por el ya mencionado cuerpo de conocimiento como un todo (digamos, en una sociedad de cazadores), o parcialmente (digamos, en nuestra propia sociedad, en la que los cazadores se reúnen en un subuniverso propio). En otras palabras, no puede existir ninguna parte de la institucionalización de la caza sin el conocimiento particular producido socialmente y objetivado con referencia a esta actividad. Cazar y ser cazador implica existir en un mundo social definido.y controlado por dicho cuerpo de conocimiento. Mutatis mutandis, lo mismo es aplicable a cualquier área de comportamiento institucionalizado.
La conciencia retiene solamente una pequeña parte de la totalidad de las experiencias humanas, parte que una vez retenida se sedimenta, vale decir, que esas experiencias quedan estereotipadas en el recuerdo como entidades reconocibles y memorables.
También se produce una sedimentación intersubjetiva cuando varios individuos comparten una biografía común, cuyas experiencias se incorporan a un depósito común de conocimiento. La sedimentación intersubjetiva puede llamarse verdaderamente social solo cuando se ha objetivado en cualquier sistema de signos, o sea, cuando surge la posibilidad de objetivizaciones reiteradas de las experiencias compartidas. En teoría, la actividad común, sin un sistema de signos, podría servir como base para ¡a transmisión; empíricamente, esto es improbable. De esta manera las experiencias se vuelven transmisibles con facilidad.
Como quiera que sea. esta experiencia se designa y transmite lingüísticamente, por lo que se vuelve accesible y quizás de gran relevancia para individuos que jamás la vivieron. La designación lingüística (que en una sociedad de cazadores podemos imaginar muy precisa y elaborada, ciertamente, como por ejemplo, «gran matanza de un rinoceronte macho, por un solo cazador, con una mano», «gran matanza de un rinoceronte hembra, por un solo cazador, con ambas manos», etc.) abstrae la experiencia de sus incidentes biográficos individuales, para convertirla en una posibilidad objetiva al alcance de todos, o por lo menos de todos los comprendidos dentro de un cierto tipo (digamos, cazadores veteranos) ; vale decir que tal experiencia se vuelve anónima en principio, aun cuando siga asociada a las hazañas de individuos específicos. De cualquier modo, forma parte del acopio común de conocimiento. Tanto la experiencia en el sentido más estricto como su apéndice de significaciones más amplias pueden entonces enseñarse a cada nueva generación, o aun difundirse dentro de una colectividad totalmente distinta (digamos, una sociedad agrícola, que tal vez le atribuya significados muy diferentes).
El lenguaje se convierte en depositario de una gran suma de sedimentaciones colectivas, que puede adquirirse homotéticamente, o sea, como conjuntos cohesivos y sin reconstruir su proceso original de formación. En otras palabras, las legitimaciones pueden sucederse unas a otras, otorgando de tanto en tanto nuevos significados a las experiencias sedimentadas de esa colectividad. La historia pasada de la sociedad puede volver a interpretarse sin que eso implique como consecuencia necesaria subvertir el orden institucional. Por ejemplo, en el caso antes citado, la «gran matanza» puede llegar a legitimarse como hazaña de personajes divinos y toda repetición humana de ella como imitación del prototipo mitológico.
Este proceso subyace ante todas las sedimentaciones objetivadas, no solo las acciones institucionalizadas. Puede referirse, por ejemplo, a la transmisión de tipificaciones de otros individuos, que no atañen directamente a las instituciones específicas. Por ejemplo, otros son tipificados como «altos» o «bajos», «gordos» o «flacos», «vivaces» o «aburridos», sin que estas tipificaciones lleven apareada ninguna implicación institucional en particular. El proceso se aplica también, por supuesto, a la transmisión de significados sedimentados que respondan a las especificaciones dadas anteriormente para las instituciones. La transmisión del significado de una institución se basa en el reconocimiento social de aquélla como solución «permanente» a un problema «permanente» de una colectividad dada. Por lo tanto, los actores potenciales de acciones institucionalizadas deben enterarse sistemáticamente de estos significados, lo cual requiere una cierta forma de proceso «educativo». Los significados institucionales deben grabarse poderosa e indeleblemente en la conciencia del individuo. El carácter de «fórmula» que tengan los significados institucionales asegurará su memorización. Los significados objetivados de la actividad institucional se conciben como un «conocimiento» y se transmiten como tales; una parte de este «conocimiento» se considera relevante a todos, y otra, solo a ciertos tipos.
Toda transmisión requiere cierta clase de aparato social, vale decir que algunos tipos se sindican como transmisores y otros como receptores del «conocimiento» tradicional, cuyo carácter específico variará, por supuesto, de una sociedad a otra. La tipología de los que saben y de los que no saben, así como el «conocimiento» que se supone ha de pasar de unos a otros, es cuestión de definición social; tanto el «saber» como el «no saber» se refieren a lo que es definido socialmente como realidad, y no a ciertos criterios extrasociales de validez cognoscitiva. Dicho más rudimentariamente, los tíos por línea materna no transmiten este cúmulo particular de conocimiento porque lo sepan, sino que lo saben (o sea, se definen como conocedores) por el hecho de ser tíos por línea materna. Según el alcance social que tenga la relevancia de cierto tipo de «conocimiento» y su complejidad e importancia en una colectividad particular, el «conocimiento» tal vez tendrá que reafirmarse por medio de objetos simbólicos (tales como fetiches y emblemas guerreros) y/o acciones simbólicas (como el ritual religioso o militar».
En otras palabras, se puede recurrir a objetos y acciones físicas a modo de ayudas nemotécnicas. Toda transmisión de significados institucionales entraña, evidentemente, procedimientos de control y legitimación, anexos a las instituciones mismas y administrados por el personal transmisor. Volviendo al ejemplo anterior, no hay razón a priori para que los significados institucionales que se originaron en una sociedad de cazadores no se difundan en una sociedad de agricultores. Más aún, al que observa desde afuera puede parecerle que dichos significados tienen una «funcionalidad» dudo