Comentarios de texto de pio baroja el arbol de la ciencia
el «rincón» de Andrés y lo que se ve desde su ventana, los cafés cantantes, la sala de disección, los hospitales, la casa de las Minglanillas… Es notable su maestría para el paisaje, sin que necesite acudir a descripciones detenidas a la manera de los realistas del XIX. Por ejemplo; es difícil dar con mayor economía de medios una «impresión» tan viva de la atmósfera levantina como la que nos dan las páginas sobre el pueblecito valenciano, la casa, el huerto… No menos viva e «impresionista» es la pintura del pueblo manchego. Con trazos dispersos, Baroja nos hace ir percibiendo el espacio, la luz, el calor sofocante. El ambiente de la fonda, del casino, etc., adquirirán asimismo singular relieve. El alcance social. La realidad española Los personajes y ambientes señalados constituyen un mosaico de la vida española de la época. Son los años en torno al 98 (se habla del «Desastre» en VI, 1). Y es una España que se descompone en medio de la despreocupación de la mayoría. Baroja prodigará zarpazos contra las «anomalías» o los «absurdos» de esa España. Ya a propósito de los estudios de Andrés, se traza un cuadro sombrío de la pobreza cultural del país (ineptitud de los profesores); y varias veces se insistirá en el desprecio por la ciencia y la investigación. Más lugar ocupan los aspectos sociales. Pronto aparecen (partes I y II) las más diversas miserias y lacras sociales, producto de una sociedad que Andrés quisiera ver destruida. Pero la visión de la realidad española se estructura más adelante (V y VI) en la oposición campo/ciudad. El mundo rural (Alcolea del Campo) es un mundo inmóvil como «un cementerio bien cuidado», presidido por la insolidaridad y la pasividad ante las injusticias. Palabras como egoísmo, prejuicios, envidia, crueldad, etc., son las que sobresalen en su pintura. De paso, se denuncia el caciquismo, que conlleva la ineptitud o rapacidad de los políticos. La ciudad, Madrid, es «un campo de ceniza» por donde discurre una «vida sin vida». De nuevo se nos presentan muestras de la más absoluta miseria, con la que se codea la despreocupación de los pudientes, de los «señoritos juerguistas». Ante la «iniquidad socia!», el protagonista siente una cólera impotente: «La verdad es que, si el pueblo lo comprendiese -pensaba Hurtado-, se mataría por intentar una revolución social, aunque ésta no sea más que una utopía…» Pero el pueblo -añade- está cada vez más «degenerado» y «no llevaba camino de cortar los jarretes de la burguesía». No parece haber, pues, solución para Andrés (ni para Baroja): «Se iba inclinando a un anarquismo espiritual, basado en la simpatía y en la piedad, sin solución práctica ninguna.» La frase es tan reveladora como aquella otra de su tío, Iturrioz: «La justicia es una ilusión humana.»
El sentido existencial de la novela Tal pesimismo explica que no nos hallemos ante una novela «política» (pese a los elementos que acabamos de ver), sino ante una novela filosófica (como el mismo Baroja la llamó). Tal es su verdadero sentido, y lo que hace de ella una magistral ilustración del tema de este capítulo. Los conflictos existenciales constituyen, en efecto, el centro de la obra. En lo religioso, véase cómo Andrés se despega tempranamente de las prácticas o con qué desprecio habla a un católico como su amigo Lamela («eso del alma es una pamplina», le dice); en Kant ha leído que los postulados de la religión «son indemostrables». Hurtado no halla, entonces, ningún asidero intelectual («El intelectualismo es estéril»). La ciencia no le proporciona las respuestas que busca a sus grandes interrogantes sobre el sentido de la vida y del mundo. Al contrario: la inteligencia y la ciencia no hacen sino agudizar -según Baroja- el dolor de vivir. Así surge la idea que da título a la novela: «… en el centro del Paraíso había dos árboles: el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso, frondoso y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste.» En definitiva, la vida humana queda sin explicación, sin sentido: es una «anomalía de la Naturaleza». Las lecturas filosóficas de Andrés (las mismas que las de Baroja) lo confirman en esa
concepción desesperada: La principal influencia, según apuntamos, es la de Schopenhauer: de él proceden, a veces casi textualmente, algunas de las definiciones de la vida que encontraremos en la novela. Así, para Hurtado, «la vida era una corriente tumultuosa e inconsciente, donde todos los
actores representaban una comedia que no comprendían; y los hombres llegados a un estado de intelectualidad, contemplaban la escena con una mirada compasiva y piadosa». O bien: «La vida en general, y sobre todo la suya, le parecía una cosa fea, turbia, dolorosa e indominable.»
Con ello se combina la idea de «la lucha por la vida» (Darwin), tan barojiana que da título a una de sus trilogías más famosas. En El árbol de la ciencia se dice: «La vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando unos a otros.» Y el tema de la crueldad está muy
presente en esta obra (véase especialmente II, 9). ¿Existe alguna solución a tan pavorosos problemas? Según Iturrioz, «ante la vida no hay más
que dos soluciones prácticas para el hombre sereno: o la abstención y la contemplación indiferente de todo, o la acción limitándose a un círculo pequeño.» Andrés intentará la primera vía (la ataraxia), siguiendo también el consejo de Schopenhauer de «matar la voluntad de vivir».
El estilo Ya hemos hablado de la estructura narrativa y hemos aludido a las técnicas de pintura de personajes o de ambientes. Por lo demás, seráen la lectura de la novela en donde se comprobarán aquellos rasgos de la prosa de Baroja hemos señalado páginas atrás. Así, el gusto por el párrafo
breve; la naturalidad expresiva, tanto en lo narrativo como en lo descriptivo o en los diálogos. De especial interés será atender al uso intencionado de términos coloquiales y vulgarismos, con una perfecta conciencia de sus valores «ambientales» o expresivos.