Burocracia y burocratismo en el socialismo
El tema de la burocracia y el burocratismo ha tenido un creciente tratamiento en la literatura a partir del siglo XIX, sobre todo después del derrumbe del socialismo en la URSS y Europa del Este. Para muchos, su papel fue la causa principal que decidió el fracaso de aquellas experiencias emancipatorias.
Lenin, uno de los más grandes estudiosos del fenómeno en esas realidades, desde mucho antes lo explicó como una excrecencia parasitaria y capitalista en el organismo del Estado obrero, capaz de erosionar la construcción del socialismo.
El empleo, por primera vez, de la palabra burocracia se atribuye a Vicent de Gournay, fisiócrata francés, en 1745. Sin embargo, la realidad expresada por el término es mucho más antigua. En general, se reconoce ya la existencia de la burocracia en los grandes imperios antiguos: China, Egipto, Mesopotamia, etc., y especialmente en Roma. El término, según otros autores, fue acuñado por Max Weber, el teórico más importante sobre el tema, quien lo hizo derivar del alemán büro, que también significa oficina.
Parece que la palabra burocracia ha tenido siempre un carácter despectivo. Se dice que proviene de una combinación de raíces grecolatinas y francesas. El término latino burrus, usado para indicar un color oscuro y triste, habría dado origen a la palabra francesa bure, utilizada para designar un tipo de tela puesta sobre las mesas de oficinas de cierta importancia, especialmente públicas.
En la actualidad se manifiesta tanto en el capitalismo como en el socialismo. Para unos, la burocracia es la panacea del equilibrio y la gestión pública; para otros, es una desgracia social que demuestra la prevalencia de la feudalidad en la modernidad, y debe ser superada, tanto en su concepción ideológico-ética, como en su instrumentalidad política.
Los miembros de la burocracia moderna, tanto privada como pública, ejercen funciones de dirección ejecutiva, administración, gestión social múltiple, representación, mediación, relación, control e inspección, comunicación y, si bien estas han sido calificadas como improductivas, por no intervenir directamente en la producción, son imprescindibles como sistema de enlace, vigilancia y conexión social.
El término burocratismo designa tanto la adhesión a una ideología burocrática como un sistema político-social caracterizado por el predominio de esta. Etimológicamente, proviene de los vocablos: bureau, francés, que quiere decir «mesa de escribir» y, por extensión, «oficina», y el griego cratos, equivalente a «poder» o «gobierno», y significa, por tanto, literalmente, «el poder o gobierno de las oficinas», o, con más exactitud, de los funcionarios o empleados que trabajan en ellas.
Probablemente no haya un apelativo más ultrajante y afrentoso para un empleado, oficinista o trabajador público, e incluso privado, que el que lo llamen burócrata.1 El tono de la voz, la inflexión y la palabra misma, tienen una carga semántica acusatoria y poco dignificante. Significa que al empleado le están diciendo flojo, perezoso, holgazán, irresponsable, improductivo, mantenido por el Estado y los impuestos de la sociedad, entre otras cosas. Es lo que Thorstein Veblen llama «la incapacidad entrenada», o lo que Gerard Warnotte denomina «la deformación profesional». John Dewey, por su parte, califica este fenómeno como «psicosis ocupacional».2
Como tendencia, en la burocracia se produce un proceso de disfuncionalidad creciente, aparejado a la práctica tendiente a obtener la conducta modelo deseada; se provoca en los funcionarios una actitud de «desplazamiento de fines», de trasmutación de las metas declaradas, es decir, que los medios se transforman en objetivos finales sacralizados.
Paralelamente, esa rigidez desarrolla a nivel de grupo el «espíritu de casta», abriendo una brecha entre funcionarios y público, o entre distintos estamentos dentro de la organización cada vez más estratificada y regulada, que de forma permanente deslinda sus áreas de influencia y poder con un universo simbólico propio.
Para Pierre Bourdieu, a la «distinción estamental», propia de la burocracia, se le agrega el habitus,3 que es el principio generador y unificador del estilo en que viven los burócratas y allegados más cercanos, como algo significativamente diferente a la totalidad. El habitus del burócrata se transfigura; dice defender determinados valores y vive o aspira a vivir en otros radicalmente diferentes. Tiene una interpretación propia sobre la ética, la sencillez, la modestia, la austeridad y los modos de existencia. Algunos privan a los demás de lo que no son capaces de privarse a sí mismos.
Los burócratas se atribuyen el patrimonio de lo universal, actúan como propietarios privados de los recursos públicos. Tratan y disponen de los demás como si fueran objetos y no personas.
No se puede olvidar que en los procesos de desmontaje del socialismo en la URSS y Europa del Este se transfiguraron, de forma acelerada, de supuestos defensores de lo público y los ideales comunistas, en jubilosos propietarios privados e, incluso, en mafias organizadas que esquilmaron los bienes del pueblo.
Burocracia y socialismo
El burocratismo parte de sí mismo para llegar siempre… a sí mismo. No nace con la sociedad socialista ni es su componente obligado. La burocracia estatal, al decir del Che, existía en la época de los regímenes burgueses con su cortejo de prebendas y lacayismo. A la sombra del presupuesto medraba un gran número de aprovechados que constituían la «corte» del político de turno.
Fidel y el Che, desde los primeros años de la Revolución, se preocuparon porque no afloraran los males del burocratismo que tanto daño ocasionan al pueblo, a la eficiencia del sistema y a la credibilidad misma del proyecto social. La Revolución necesita cada vez más el Estado socialista de nuevo tipo, y cada vez menos el burocratismo y los burócratas.
Para el analista Jorge Gómez Barata, el burocratismo se infiltró en el socialismo, presentándose no como problema, sino como solución. De ese modo comenzaron a prevalecer las soluciones ejecutivas, el hábito de cumplir, sin discutir, las órdenes de arriba y se acudió a la autoridad antes que a la persuasión y el diálogo, lo que creó una ilusión de eficiencia que condujo a aberraciones como la militarización del trabajo, la estatización de los sindicatos, el establecimiento de restricciones a los medios de difusión, y cortapisas a la expresión artística.4
El investigador cubano Fernando Martínez Heredia, en su obra En el horno de los 90, considera que las nuevas formas de burocratismo surgidas en el socialismo implican un ámbito de actuación más amplio que en los Estados capitalistas. Significa la colocación de personas y funciones por encima del control y la crítica; del recurso del autoritarismo y la impunidad, apoyados en la reproducción de los valores heredados del capitalismo: la dominación clasista, el egoísmo, la ventaja material y, no pocas veces en la historia, la arbitrariedad y la mutilación de la diversidad y la individualidad. Todo ello ocurre al confundir la unidad con el unanimismo.5
Desmontar la cultura burocrática, entronizada en la práctica política socialista y las relaciones de poder, no significa desconocer o minimizar el papel del Estado como instrumento necesario para construir la nueva sociedad. Aunque parezca contradictorio, es imposible prescindir del Estado socialista con una alta burocracia, cuya competencia, eficiencia e influencia debe elevarse decisivamente en toda la sociedad. Otra es la discusión sobre qué Estado, qué principios y cuáles funcionarios se necesitan en el socialismo, que permitan conjugar la eficiencia gubernamental y la democracia.
El burócrata sufre una metamorfosis en su identidad, en su subjetividad, cuando es investido de poder. De persona sencilla, comunicativa y empática, se transfigura algunas veces en un sujeto que establece cada vez más distancias y mediaciones con los demás. Antes, sus relaciones eran directas y abiertas. Ahora, delega la comunicación en los funcionarios, que a la vez la derivan hacia otros de menor rango. Predominan los informes escritos (informemanía), correos y directivas. Antes, era un ser humano. Ahora, es un autómata para el cual el valor creciente del mundo de las cosas y los rituales determina el valor decreciente del mundo de las personas. Entre menos se mezcle con la «muchedumbre», más alto y fuerte es el cetro que ostenta como soberano de los demás.
Son consustanciales al burocratismo la «dirección por crisis», el «emergencismo», la ausencia de proactividad y liderazgo, el «maratonismo», el «eventismo» y el «reunionismo», la chapucería, la atención desmedida alas imágenes, las apariencias deslumbrantes, las frases altisonantes y el finalismo que presiona sobre la falta de calidad. Por hacer las tareas «urgentes», se dejan de realizar muchas veces las cosas importantes. Lo imprescindible es el cumplimiento de la «meta», no del plan social.
Igualmente relevante es lo que se ha denominado el «puestismo», caracterizado como la lucha por ascender a cualquier precio en las nomenclaturas establecidas, mantenerse «arriba», no sobre labase de la consagración y el mérito, del sentido de servicio a los demás, sino de la práctica astuta del darwinismo social arribista, que privilegia, en muchos casos, alos más «vivos», simpáticos y dadivosos, no a los mejores o más consagrados y virtuosos. Se crea una verdadera red de relaciones y compensaciones mutuas, que asegura la supervivencia de muchos en diferentes estructuras decisorias. El puestismo se fundamenta en la filosofía de no buscarse problemas, la demagogia, el lenguaje ambivalente, el «camaleonaje» sempiterno, el oportunismo, el pasarles por encima a los demás a cualquier precio, la filantropía existencial caritativa de «caer bien», «ser simpático», «llevarse bien con Dios y con el diablo».
Al contrario de lo que se necesita para avanzar en la construcción socialista, muchas personas con responsabilidades, capaces y consagradas, son difamadas o excomulgadas del panteón de los «buenos dirigentes» por los llamados problemas de carácter, de formas, de métodos y estilos de dirección, de comunicación, etc., cuando en realidad su única «falta» es ser exigentes; llamar las cosas por su nombre, decirlas de frente y con las palabras adecuadas, sin edulcorarlas; exigir resultados; no transigir con el amiguismo, el «sociolismo» y el compadreo «a lo cubano»; combatir la mentira, la desidia, las ambivalencias, el fraude o la incompetencia aniquiladora. Buscarse problemas para solucionar los del pueblo debe ser una virtud que se premie con el reconocimiento social y no un estigma acusatorio y descalificador. Es una competencia generativa, creadora, revolucionaria y no una tara; es una virtud y no una anomalía peyorativa vergonzante.
Aunque en proceso de superación por la experiencia acumulada y las sucesivas rectificaciones, ha existido la tendencia, en algunos sectores, a considerar como buenos dirigentes y funcionarios no a los que honestamente informan los problemas y reconocen los errores, sino a los que son capaces de justificarlos, minimizarlos, y dicen lo que quieren oír los jefes, empleando hábilmente cifras y datos estadísticos, para dar una imagen irreal que enmascara los verdaderos resultados, con una buena dosis de fraude y engaño.
El fenómeno del burocratismo se complica y amplía por la concepción estadocéntrica o la marcada tendencia al «gobierno de los funcionarios», reflejo de una mediación política no hallada, por las distorsiones que se han entronizado en la práctica socialista de asumir la organización, administración y control del sistema. No se ha definido de forma clara la misión de cada eslabón de dirección de la sociedad; los objetivos son muy generales, las funciones y facultades están entremezcladas o indefinidas, la legislación y regulaciones forman una inmensa tela de araña incontrolable. Existe una evidente falta de autoridad en muchos funcionarios, lo cual impacta la gobernabilidad democrática local y crece la indisciplina social y laboral con implicaciones muy serias para el futuro, si no se revierte el fenómeno.
En las experiencias socialistas se ha producido una hipertrofia del aparato de poder, poco poder sobre este por parte del pueblo, de la sociedad civil. A ello se agrega la concentración de grandes cantidades de cuadros «arriba», con lo que la pirámide se debilita cada vez más en su base. Aquellos no solo crecen en número, sino también en reglamentaciones, indicadores, directivas, prohibiciones, decretos, etc., que muchas veces solo son dominados y concientizados por los jurisconsultos y asesores en los niveles superiores, no por la base, que casi nunca los aplican, lo cual crea anarquía, improvisación y un desmedido «operativismo» y «diarismo».
El siglo XXI, dominado cada vez más por las tecnologías y las posibilidades de la experimentación y la predicción, no admite ciertas prácticas primitivistas sustentadas en la alquimia de aciertos y errores. El costo es socialmente impagable y estratégicamente devastador en los recursos y sobre todo en las huellas que se dejan en las subjetividades de las personas, en la confianza mutilada en las competencias de los grupos decisores.
El burocratismo privilegia el significado de la oficina por encima del taller. Para aquel, el papel, las impresoras o los lemas y consignas, son los bienes más preciados; el informe y, sobre todo, su apariencia, acaba siendo más importante que el torno, el arado o el propio trabajador. El ritual cotidiano se sobrepone a lo trascendental; la dramaturgia existencial, la teatralización de los actos, a la vida natural y sencilla. La felicidad y eficiencia del burócrata es proporcional a la presentación fenoménica de las cosas, los símbolos externos de poder, las lentejuelas, las apariencias, no las esencias. Sus deportes preferidos: «el peloteo», «la barra de equilibrio» o «nadar entre dos aguas». Ya Martí había alertado contra esa maligna tendencia social: «¡Mal va un pueblo de gente oficinista!»,6 y «¡Qué abyecta se vuelve por el pan fácil la persona oficinesca! ¡Cómo quiebra la honra la larga posesión de un beneficio público!».7
El burocratismo reblandece los cimientos revolucionarios, los indefine y agrieta. Su supervivencia se ve favorecida por las contradicciones y asimetrías evidenciadas entre las estrategias sociales declaradas y el grado de correspondencia con las necesidades de los diferentes sujetos que participan en el consenso contractual. No siempre están suficientemente claros —para la base, el ciudadano común y muchos directivos—, los lineamientos estratégicos del
modelo socioeconómico al que nos enfrentamos y su relación con los proyectos de vidas societales, grupales e individuales. Ello se hace más difícil por el complejo escenario internacional en que se desenvuelve la Revolución.
La indefinición conceptual y práctica fortalece la incertidumbre, el individualismo desmedido, las estrategias de sobrevivencia y la lucha por la prevalencia de unos sobre otros. Para no pocos, los principios éticos y políticos existen solo en la medida en que justifican sus propios actos, por deleznables que estos sean. Otro elemento que favorece su proliferación es la deficiente cultura institucional, jurídica y ciudadana del pueblo y de los medios materiales y normativos para ejercitarla de forma permanente.
En diferentes niveles de dirección se practica, muchas veces, la excesiva centralización operativa y no solo estratégica. En la toma de decisiones e instrumentación de determinadas políticas predomina el centralismo burocrático y no el democrático. El hecho mutila la creatividad de las bases, fomenta el desinterés y frena las iniciativas de las direcciones locales. En la práctica, se aplica en muchos casos la fábula del «lecho de Procusto»,8 con lo que se homogeneiza la mediocridad y la llamada «mediocracia», al establecerse raseros iguales para personas diferentes en sus competencias, ejecutividad, necesidades y expectativas de realización. Así se daña severamente no a quienes menos aportan, a los más rezagados y de menos iniciativas —cuya felicidad existencial parece eterna en medio de un ambiente tan poco exigente y competitivo—, sino a los más creativos, decididos y emprendedores a favor del bien público. Se ven reducidas sus potencialidades a esquemas de dirección, lenguajes, formas de evaluación y estimulación preestablecidas, no siempre por los más preparados, competentes y comprometidos con los intereses del pueblo. La igualdad es un principio socialista que le da sentido a la vida; el igualitarismo pequeño burgués, su sepultura. Sin rigor y competencia socialista no habrá socialismo triunfante.
El burocratismo se alimenta del conservadurismo, con evidente oposición al cambio y ala aplicación de nuevas alternativas, o se desplaza al extremo opuesto cuando introduce cambios y los generaliza, sin un análisis previo de las consecuencias, lo que no permite consolidar y sistematizar las mejores experiencias de forma progresiva. De igual modo, se nutre del inmovilismo y la lentitud en la gestación de muchos cuadros y órganos de dirección, siempre en espera de las orientaciones y decisiones superiores. Ello propicia la falta de creatividad e iniciativa. Se evidencia un excesivo y complejo sistema de procedimientos normativos y metodológicos que regulan, desde las alturas, el funcionamiento de las diferentes esferas. Existe una insuficiente conjugación de los procedimientos de dirección con métodos de masas y otras alternativas, de acuerdo con las realidades del momento.
Todo lo anterior incrementa la corrupción en las bases y los niveles intermedios. En algunos sectores proliferan grupos convertidos en una clectocracia reticular a nivel sectorial e intersectorial que aprovecha cada vez más las fisuras del sistema de dirección, el desinterés, la apatía y las evidentes faltas de control social. De igual manera, se han incrementado la complicidad y las formas novedosas en el modus operandi, que involucran a grupos organizados y compartimentados, de encubrimiento de los delitos para burlar la acción punitiva, concebida hasta ahora para el enfrentamiento individual y no para la organización delictiva en redes.
El espíritu de casta9 genera en el grupo un reflejo de defensa. El miedo a la usurpación por parte de los otros crea una irritación que culmina en un feudalismo administrativo excluyente, una nueva curia que estimula un solo pensamiento, el unanimismo a ultranza, sin discusión previa, sobre cuestiones que no son de principios. Se suprime así el pluralismo socialista existente en la sociedad sobre los métodos y vías de construcción, y el disenso se convierte, en muchos casos, en una herejía que abre, de manera expedita, el camino a la pira. Se parte de una premisa avasalladora: lo que todo el mundo debe entender y asumir como verdad es lo que entiende el funcionario, el burócrata. La posesión del poder se identifica con la verdad y la razón.
La heterofobia se considera por algunos una virtud que se premia como muestra suprema de lealtad y convicción. Se olvida, en este caso, que la verdadera militancia revolucionaria se ejerce desde la libertad de conciencia, la ética, la transparencia y no desde el deber de obediencia. La lealtad a los principios se erige sobre la verdad y no sobre las apariencias.
La burocracia no puede reducirse superficialmente a un concepto peyorativo. Su naturaleza interna es lo suficientemente compleja como para encontrar en su seno a clásicos burócratas, oportunistas, dogmáticos y arribistas, junto a cuadros dotados de creatividad y pensamiento propio, sinceramente consagrados a la épica de un proyecto anticapitalista, leales al pueblo. Pese a ello, parece una regularidad que incluso en los procesos más auténticos y de raigambre popular, conforme estos se prolongan, se va constituyendo en los burócratas una identidad y conciencia de grupo específico, distinguido del conjunto de la sociedad.10
Para el Che, el único antídoto para evitar el exclusivismo de los grupos dirigentes, además de la conciencia, era el más estrecho y permanente contacto con las masas:
Fiel a su conciencia comunista y a su ética revolucionaria, destacaba: «En nuestro caso, hemos mantenido que nuestros hijos deben tener y carecer de lo que tienen y de lo que carecen los hijos del hombre común; y nuestra familia debe comprenderlo y luchar por ello».12 No es digno abogar por la defensa del socialismo, pretendiendo al mismo tiempo alcanzar un modo de vida burgués o cuasi burgués, tanto en lo material como en la vida espiritual.
Históricamente, en el socialismo ha surgido lo que algunos teóricos llaman «una nueva clase imprevista».13 Esta, a pesar de sus buenas intenciones, no ha podido superar el esquema tradicional de la relación dominador versus dominado, que ha sustentado su poder no en el dinero o la propiedad privada, sino en las bondades y posibilidades del Estado. Se ha convertido en un sector elitario, parasitario, desligado de los intereses y las necesidades del pueblo.
El burocratismo confunde poder con dominación, democracia con autocracia, autoridad con autoritarismo, deber con favor, derecho con privilegio. El poder es una relación social entre iguales, entre sujetos libres. La dominación, sin embargo, se basa en el poder sobre los demás, se erige sobre la sumisión, la coerción y la dependencia. La dominación se debe someter al espíritu y no a la inversa.
No se puede soslayar, como alertó Lenin, que a través de la historia los vencedores incorporan los hábitos, la mentalidad, modos de vida e incluso formas de la psicología social de los vencidos, sobre todo, la de una clase con una cultura tan dominante como la burguesa. El verdadero poder revolucionario, y por tanto emancipador, presupone un protagonismo cada vez mayor de la sociedad civil y su creciente control sobre el Estado, así como la autonomía integradora del ciudadano como sujeto de poder.
No se ha superado la dificultad en detectar el burocratismo, por la forma taimada en que se manifiesta en muchos casos, aun en personas de buenas intenciones, por expresarse en una forma de pensar, actuar, enfocar y proyectar las cosas con argumentos llenos de atractivos requerimientos técnicos. Por otro lado, los llamados a detectarlos y combatirlos a menudo padecen de la misma enfermedad. En este sentido, tiene plena actualidad la agudeza con que Lenin trató el problema en las condiciones de Rusia: «Nuestro peor enemigo interno es el burócrata, el comunista instalado en un cargo de responsabilidad, un tanto severo, pero “virtuoso”: no aprendió a combatir la burocracia y la encubre».14 Y apuntaba:
A mi juicio, hoy se alzan ante el hombre, independientemente de las funciones que ejerza y de las tareas que tenga planteadas como instructor político, si es comunista, y la mayoría lo son, tres enemigos principales, y son los siguientes: la altanería comunista, segundo, el analfabetismo, y tercero, el soborno.1
El burócrata separa la administración de la política. No logra captar la singularidad de que el socialismo es una obra eminentemente política donde quien ocupa una responsabilidad pública, debe ser un servidor responsable que utiliza el poder para servir a los demás y no para servirse a sí mismo. Para Antonio Gramsci, se debe evitar que la nueva burocracia socialista se cubra de un tinglado de prebendas y la reificación de la vida, ahora bajo un nuevo manto ideológico que reproduce los mecenazgos anteriores.16
Para muchos, el Código de Ética se convierte en letra muerta que se recuerda de seminario en seminario, de preparación política en preparación política. Las diferencias entre lo que allí está legitimado y lo que ocurre en el accionar de muchos cuadros son preocupantes: ¿cómo desarrollar en nuestros administradores y directivos la cultura del servicio a los demás, la «servidumbre honrosa» a la que se refería Martí, el poder del amor y no el amor al poder?, ¿cómo mandar obedeciendo?, ¿cómo utilizar el poder para servir, y no servirse del poder?, ¿cómo convertir el Código de Ética en un hecho de conciencia y no en una declaración doctrinal que se enseña como resguardo, pero no se siente y practica como ideología existencial?, ¿cómo evitar que la maldición corruptora del poder contamine con sus toxinas venenosas el tejido ético de muchos directivos y funcionarios?
No se trata del ascetismo o la auto flagelación permanente, mucho menos del comunismo igualitario del que se mofara Carlos Marx, o la utopía de corte pequeño burgués del ultraizquierdismo, sino de valores superiores como la honradez y la responsabilidad, sin las cuales cualquier obra humana está llamada al fracaso.
No se ha superado aquella pretensión totalitaria de Friedrich Hegel cuando exclamó: «el juicio del Estado es el juicio final».17 La política socialista conocida no ha logrado restituir al cuerpo social los poderes usurpados. En esas condiciones
se priva a la política de la transición de su orientación, reproduciendo entonces necesariamente en otra forma, el sustitucionismo burocrático heredado, antes que creándolo de un modo nuevo sobre la base de un cierto mítico culto a la personalidad. En consecuencia, la política socialista o sigue la trayectoria quele indicó Marx—del sustitucionismo a la restitución— o deja de ser política socialista y, en lugar de abolirse por sí misma debidamente, se convierte en una autoperpetuación autoritaria.18
La superación de las formas autocráticas, personalistas, verticalistas; de la dañina funcionarización y el burocratismo que aniquilan la creación y los necesarios
cambios, así como la permanente elegibilidad de los funcionarios públicos, la rendición de cuentas ante el pueblo, el ejercicio de la más amplia democracia, que incluya de forma orgánica la crítica y el control popular desde abajo, se convierten en necesidades básicas para evitar el anquilosamiento y la autoaniquilación.
Son muy interesantes y actuales las siguientes reflexiones de Rosa Luxemburgo, cuando señala:
Mas esa dictadura [del proletariado] consiste en la manera de aplicar la democracia, no en su eliminación […] esta dictadura tiene que ser el trabajo de la clase y no de una pequeña minoría dirigente en nombre de la clase; es decir, ella tiene que ocurrir paso apaso mediante la participación activa de las masas, ella debe estar bajo su influencia directa, sujeta al control de toda la actividad pública; tienen que surgir el creciente entrenamiento político de las masas del pueblo.19
Sus observaciones en relación con la necesidad del control público transparente y sistemático, son de gran interés, como cultura de las masas, para poder evitar los fenómenos negativos de corrupción y las deformaciones burocráticas que se han sucedido en varias experiencias socialistas y que al final provocaron su fracaso. «La dictadura del proletariado exige el control público. De otra manera, el intercambio de experiencias permanece solo dentro del círculo cerrado de los dirigentes del nuevo régimen. La corrupción deviene inevitable».20
El burocratismo se ve estimulado por el deficiente diálogo entre la ciencia y la política originado por la subvaloración de la primera o su utilización para justificar decisiones ya tomadas por otras instancias, sin un riguroso estudio previo de factibilidad y utilidad. No siempre lo necesario es posible. No siempre lo posible o deseado es necesario. Solo la ciencia con su instrumental puede nutrir la política de las visiones diversas y los proyectos que encaminen la práctica hacia el logro de la eficiencia. La improvisación nunca se podrá confundir con el método científico. La política sin ciencia no es política, sino alquimia, no es acierto sino confusión e incertidumbre, no es luz, sino multiplicación de tinieblas y sombras.
El siglo xxi, dominado cada vez más por las tecnologías y las posibilidades de la experimentación y la predicción, no admite ciertas prácticas primitivistas sustentadas en la alquimia de aciertos y errores. El costo es socialmente impagable y estratégicamente devastador en los recursos y sobre todo en las huellas que se dejan en las subjetividades de las personas, en la confianza mutilada en las competencias de los grupos decisores.
Una cultura de la crítica
Es imprescindible aplicar de forma permanente el legado leninista, guevariano, fidelista y raulista sobre la
crítica revolucionaria como un arma insustituible de construcción revolucionaria, de purificación, que evite su ausencia o algo peor, la autocrítica simuladora que solo cambia de color de acuerdo con el tiempo y el contexto, sin asumir un compromiso responsable por el cambio que origine, de forma sistemática, nuevas cualidades sostenibles.
La crítica fundante y constructiva evita el anquilosamiento, el predominio del estado inercial consustancial a los fenómenos sociales establecidos, tradicionalistas, que se convierten en fin en sí mismo. Ya Martí, previsoramente, cuestionaba la autocomplacencia y el conformismo como fenómenos aniquiladores de la revolución.
El Che alertaba: «No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni “becarios” que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas».21 La crítica es un medio revolucionario para superar los errores cometidos, pero sobre todo para prever y evitar que puedan surgir distorsiones y desviaciones de la línea de principios. Al respecto, Esteban Lazo expresó:
Nosotros necesitamos la crítica para avanzar, como necesitamos el aire para la vida. El día que nos falte el aire, se nos acaba la vida; el día que nos falte la crítica, nos estancamos; pero la crítica justa, comprometida, no la crítica por la crítica, porque esa sí no resuelve nada.22
Si bien es cierto que los principios no pueden ser cuestionados bajo ningún pretexto, los métodos de construcción, las vías y las formas para alcanzar las grandes utopías deben ser permanentemente reelaborados, discutidos, perfeccionados y consensuados por todos los revolucionarios como una práctica cotidiana y no solo circunstancial. Dentro de la Revolución, cualquier discusión, polémica, o ejercicio del criterio honesto y responsable es legítimo. Si se le cierran todas las puertas al error, la verdad queda afuera, incluido el propio socialismo.
Para Raúl Castro, hay que acostumbrarse a vivir en pluralidad; la diferencia es una virtud. Tiene una valía política trascendental la diferenciación que él hace de los revolucionarios y los oportunistas que en épocas de turbulencias y bajo la máscara de la doble moral, se atrincheran en la crítica para aparentar lo que no son. Se debe estar en permanente vigilia con los super exigentes, francotiradores las veinticuatro horas, hipercríticos, revolucionarios a medias, pequeño- burgueses y extremistas, «campeones» de la exigencia y la maldad, que disfrutan de forma morbosa, los fracasos y errores que se presentan en la épica revolucionaria, o se atribuyen los éxitos de forma personalista como modernos señores feudales.
La crítica revolucionaria tiene un fin eminentemente educativo, optativo, cuestionador, de creación,
propositivo y evaluador del desempeño público, que implica ejercer los derechos de forma permanente para el bien común. La crítica es la luz, que quema y a la vez ilumina.
Nada limita el ejercicio honesto y constructivo de la crítica como un arma del perfeccionamiento revolucionario y no como quinta columna del enemigo abierto o encubierto:
A veces se argumenta que no debemos hacer públicos nuestros defectos y nuestros errores, porque de ese modo favorecemos a nuestros enemigos. Este es un concepto enteramente falso. El no enfrentamiento valiente, decidido, abierto y franco a nuestros errores y deficiencias es lo que nos hace débiles y favorece a nuestros enemigos.23
Burocracia y lenguaje
Un elemento ausente casi por completo en los estudios sobre el burocratismo tiene que ver con dos vertientes relacionadas con la morfología del lenguaje y la cultura de lajustificación que se entronizaron históricamente en las relaciones de poder. Se han multiplicado los émulos del filósofo judío Filón de Alejandría, para el cual las palabras crean las cosas. La pontificación de la palabra y de las autoridades epistemológicas como la encarnación de la verdad absoluta, de última instancia, se ha convertido casi en un hábito. Sin embargo, no se debe olvidar que las cosas no son verdad porque lo dijo alguien, sino las dijo alguien porque son verdad.
En el burócrata la palabra se transfigura, se produce una mitologización y eufemización del lenguaje y del universo simbólico, con interpretaciones polisémicas y ambiguas, que persiguen como objetivo lo que Jean-Pierre Faye ha denominado «proceso de creación de la aceptabilidad».24
En nuestras condiciones, se ha sacralizado, por algunos funcionarios, una nueva jerga comunicacional, provista de ciertas construcciones que denotan pobreza expresiva y encubren la verdad.
- Todos los factores están alineados.
- Nos frenan solo los recursos.
- El plan está al alcance de nuestras manos.
- Estamos rompiendo esquemas.
- Por las dificultades conocidas por todos.
- Contamos con planes ajustados a nuestras deficiencias.
- No nos hemos mareado con los resultados.
- Todas las fuerzas, objetivas y subjetivas, están listas para el combate.
- Estamos contentos pero no satisfechos, agitados pero serenos.
- Estamos trabajando fuerte, intensamente.
- Con la agresividad que nos caracteriza, estamos…
- Tenemos acorralados, cercados todos los problemas.
- Nos interesamos, ocupamos y preocupamos por los problemas.
- Estamos concentrados en esa dirección.
- Se han tomado todas las medidas objetivas y subjetivas.
- Las fuerzas están tensadas, alineadas para.
- Lo que nos falta es mayor profundidad, sistematicidad, integralidad e intencionalidad.
- Todas las metas han sido cumplidas.
Igualmente, es común encontrar la utilización de adjetivos y floreos innecesarios en los discursos de algunos burócratas (fanfarrias), cuyo único objetivo es impresionar al destinatario con exclamaciones apologéticas o autoalabanzas disimuladas, que no reflejan siempre lo que ocurre en la realidad: extraordinario, brillante, indescriptible, esplendoroso, magnifico, grandioso, insuperable, fenomenal, inalcanzable, supremo, impactante, cósmico, olímpico, luminoso, fabuloso, etc. Se crea así la falsa ilusión de que la palabra puede sustituir a la realidad con expresiones deslumbrantes, mediante esas sutilezas del lenguaje dirigidas a las emociones momentáneas.
Las imágenes del lenguaje, por bellas y grandilocuentes que sean, no pueden sustituir las realidades. La verdad termina siempre por imponerse y develar lo fatuo y espurio de cualquier construcción gramatical, intención o declaración.
Ha existido y existe la creencia exagerada en el poder de la palabra y el «discursivismo» con tendencia a la estetigación, y la espectacularigación, haciendo dejación de la antropología racionalista, analítica, cuestionadora, que debe incursionar en un contexto cada vez más complejo, multidimensional, contradictorio. A veces se crean expectativas mágicas muy alejadas de las realidades y las posibilidades. Las palabras pueden dibujar el mundo de colores vivos y también hundirlo.
La transfiguración del lenguaje se complica por el «cifrismo», el culto desmedido a las estadísticas y los datos. Muchos están adulterados, no reflejan la realidad o se contraponen a la percepción del ciudadano común sobre lo que se dice por diferentes vías. Todos los datos juntos, por aplastantes y edulcorados que sean, no pueden sustituir las diferencias entre lo que se dice y lo que es, la percepción real de las personas y el impacto en las condiciones cotidianas de vida. Para el ciudadano común son mucho más trascendentes las realidades concretas y cotidianas que las categorías y datos generalizadores. Ver, experimentar, percibir, valen mil veces más que escuchar magnitudes invisibles. Como regla, las personas prestan más atención al microcontexto que a las dimensiones macro. No se deben confundir nunca las visiones y psicologías de las vanguardias con las de las mayorías.
Lo anterior se complementa con la tendencia burocrática a la proyectomania voluntarista, que recicla permanentemente los planes sobre la base de «visiones futuristas» repetidas una y otra vez. Por el modo en que lo expresan, da la impresión de que en muchos sectores de la sociedad han perfeccionado la planificación y la organización de las tareas con exquisitez algorítmica; pero se falla de forma alarmante en la ejecución y el control de su aplicación práctica, en la sistematización de los resultados y el trabajo cotidiano. Esto origina los frecuentes incumplimientos e incongruencias entre lo que se declara como propósito- plan y lo que se alcanza.
La proyectomanía se enmascara en el uso cotidiano de códigos a veces no descifrados por las mayorías, relacionados con categorías, conceptos, formas de dirección, etc., permeados de intenciones intelectualistas, de una fraseología rebuscada y emocionalmente fuerte, cuya función principal es impresionar y moldear al auditorio, y no resolver el problema de acuerdo con las necesidades y potencialidades existentes.
A las personas no solo les interesa qué pasará mañana, sino cómo van a vivir hoy, con qué calidad de vida, cuáles emociones. El después importa, pero también el ahora y aquí. La vida es extremadamente corta, intensa, contradictoria y, además, una sola. La valía de lo que será mañana depende fundamentalmente de cómo es y se percibe hoy.
La cultura de la justificación
El cifrismo, la proyectomanía y el intelectualismo son hermanos gemelos de la malsana cultura de la justificación, que se alimenta de las dificultades y carencias, y se acompaña, casi siempre, de la adulteración de los hechos, la mentira, la búsqueda de los problemas fuera de la organización o el contexto, y de los verdaderos responsables; el enmascaramiento de las insuficiencias endógenas; el cuidarse las espaldas y las prebendas asociadas; la pseudocrítica; la inocencia e ingenuidad del liderazgo institucional local sobre las realidades existentes; la falta de comunicación horizontal; la desmotivación; la insuficiente atención a los problemas de los trabajadores; la indisciplina y desorganización; la ausencia de consagración, ejemplaridad y seriedad en el desarrollo de las tareas; el despilfarro; la débil unidad de acción de los factores políticos y administrativos, y otros.
El buen dirigente busca veinte alternativas de solución para cada problema. Su filosofía se fundamenta en el optimismo revolucionario, en el «¡sí se puede!». El burócrata, ante cada posible solución, interpone veinte barreras y obstáculos. Su filosofía se basa en el pesimismo y el quietismo conformista de lo imposible, del «no se puede». La burocracia nunca dice que no, pero en el fondo es NO.
Es mucho más fácil atribuir los problemas al cambio climático, las lluvias, la sequía, la capa de ozono; a los recursos, la obsolescencia tecnológica, o la geopolítica mundial y regional —factores que también están presentes en el escenario y que deben ser atendidos adecuadamente por las afectaciones que originan—, que a la incapacidad organizacional en determinados sectores, empresas y colectivos, el círculo vicioso de la cultura vegetativa —que implora reiteradamente soluciones mágicas de arriba—, la rutina o el acomodamiento que frena el despegue o reduce el ritmo de desarrollo.
Con justificaciones (algunas de las cuales pueden ser comprendidas y políticamente correctas) no se construye un sistema social tan complejo como el socialismo. Se necesita trabajo, resultados, calidad de vida, socialización de la riqueza y no de la pobreza material o espiritual. No existe valor más trascendente que el bienestar económico, social, cultural y espiritual del pueblo. No se debe olvidar nunca aquella sentencia de Martí para el cual: «En lo común de la naturaleza humana se necesita ser próspero para ser bueno».25 Las grandes utopías se alimentan y perviven de ideales y también de realidades tangibles.
En algunas instituciones y organizaciones, la cultura de la justificación se ve fortalecida por la repetición, año tras año, evento tras evento, del mea culpa de lo que pasó en los incumplimientos, y el compromiso de que en el futuro —esta vez sí— será distinto. Al final, se repite —muchas veces en un círculo vicioso— el mismo proceso justificativo que lacera la credibilidad y el involucramiento efectivo de los sujetos. De proceso en proceso, los informes son muy similares. Los objetivos, frases y compromisos se reiteran sin llegar a establecerse en cada período cuál es el trecho que se debe avanzar y cómo alcanzarlo. Ello permite que algunos colectivos y cuadros vegeten cada vez más, sin que se perciba el compromiso real por el cambio y resultados superiores. Muchos eventos donde se debe tomar importantes decisiones, se parecen más a un torneo de oratoria que a un verdadero forum de trabajo con soluciones duraderas y progresivas.
La ideología y las prácticas en las que se autogenera el burocratismo son profundamente antisocialistas. Por la carencia de fundamentos éticos revolucionarios, la ineficiencia sistémica y lo pernicioso de los daños que ocasiona, afectan directamente la credibilidad del ideal. Desde el punto de vista interno, es la causa más profunda de la vulnerabilidad, erosión y posible aniquilación de la nueva civilidad.
La proliferación de los vicios burocráticos y su reproducción contra toda lógica fomenta un sentimiento de impotencia en parte del pueblo, de minusvalía ejecutiva y desesperación ante problemas que deben resolverse. De igual forma, es caldo de cultivo para la manifestación de un pensamiento ideológico de derecha, fomentado por algunos que, aprovechando ineficiencias e incompetencias reales o inventadas, tratan de edulcorar como panacea universal salvadora, supuestamente eficiente, experiencias asociadas a la gestión privada capitalista y al pensamiento demoliberal.
El proceso de desburocrati%aáón de la sociedad no es solo un problema ideológico de primer orden, sino instrumental y estructural. Para que sea efectivo y duradero, se necesita ir al análisis integral del sistema; en primer lugar, redimensionar la economía y la política de forma cualitativa, que permita una objetivación de los valioso más allá de lo aparencial; transitar del ser actual, con todas las realizaciones y deformaciones acumuladas, al deber ser libertario, de acuerdo con las nuevas exigencias desalienantes y emancipatorias de la civilidad socialista. Socialización real de la economía y la riqueza, fomento de las potencialidades creadoras del pueblo a través de diferentes formas productivas y de servicios, eficiencia, democracia y ciudadanía activa, son matrices que deben estar en el centro del socialismo del siglo xxi.
Al realizar la revolución contra el burocratismo aniquilador, antisocialista, Cuba puede y debe dar un significativo aporte a los proyectos emancipatorios emergentes, en la teoría y la práctica de la socialización política y la cultura del poder libertario, en esta nueva época.
El estudio del burocratismo y su enfrentamiento como una patología destructiva de los ideales socialistas, debe constituir una prioridad que no admite dilaciones ni vacilaciones. Como nos enseñó José Martí, ver después no vale. Se trata de hacerlo ahora y estar preparados. «Hay que prever, y marchar con el mundo. La gloria no es de los que ven para atrás, sino para adelante».26